Era un buen vecino. Saludaba todos los días con un holaquétal de lo más amable. Era un padre cariñoso. Un hijo modélico. Un jefe estupendo. Dentro de lo que son los jefes, claro.
Un hombre normal.
Un asesino.
Era uno cualquiera de los cuarenta hombres que este año han matado a sus mujeres. Un. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Y así hasta llegar a cuatro decenas. Apuñaladas. Asfixiadas. A tiros. Delante de sus hijos. Era un hombre normal, claro, qué van a decir los vecinos, los compañeros, los hermanos. No nos lo esperábamos. No era psicópata. No tenía problemas de control de rabia. No se liaba a puñetazos por la calle.
Un hombre normal.
Un asesino.
Con estudios. O sin. Bien de dinero. O pasando penurias. Alto. Bajo. Delgado. Rubio. De ojos negros. En traje. Fumaba. O lo había dejado.
Un hombre normal.
Un asesino.
Era alguien que tenía una propiedad preciosa: una mujer. Algo para él solo, que no tenía, ni quería, ni toleraba compartir con nadie. Algo (no alguien), a su disposición. Un objeto obligado a obedecerle, como cuando le dices al coche que arranque. Mola, el coche, porque le pones las llantas con las que más puedes ir chuleando de él por ahí. Pero, ay, como te deje tirado.
Entonces, ese hombre normal se convierte en un terrorista dentro de su casa. Porque la mujer, su mujer, ese objeto que él posee, le ha sonreído de menos, o de más, quiere apuntarse a un gimnasio, o no tiene su comida lista, o no puede hacer que los niños se callen, o se ha puesto una falda para presumir por ahí lamuyputa. Da igual. Darle palizas alivia su estrés. Que ser hombre estresa mucho.
Y entonces, ese hombre normal, ese guardia civil, ese fontanero, ese juez, ese político, ese catedrático, ese panadero, ese hombre que no tiene problemas de control de la ira fuera de casa, un día se convierte en un asesino. Porque ella saca lo peor de él. Cómo se atreve a decirle que se marcha. Si él la quiere. Si es suya. Si es tan tonta que no sabe vivir sin él.
Sin ese hombre normal.
Sin ese asesino.