Érase un útero a una mujer pegado. A una reina, por ejemplo, que antes de la invención del ¡Hola! sólo servía para dar continuidad a los genes y gestar engendros consanguíneos. Por aquello de casarse tíos y sobrinas hasta que las deformidades terminaban con la dinastía. Y vuelta a empezar con apellidos nuevos hasta que las mezclas eran demasiado explosivas como para parir una generación más.
Ahora, sin embargo, las reinas son un útero que da a luz, pero también un cuerpo que sostiene modelitos y una boca cerrada para que no entren moscas. No vayan a tener opinión propia.
Érase otro útero a otra mujer pegado. A una deportista y a una presentadora de televisión de las que estos días se han escrito algunos de los titulares más despreciables que recuerdo. Un útero certificado como ofrenda a un hombre cuya única minusvalía en la vida es, precisamente, carecer de él para engendrar a su propia progenie sin intervención de cuerpos externos.
Y como la anterior hembra le había negado su derecho natural, la actual ha entendido que esa es su función. Incubar.
Érase mujeres reducidas a su aparato reproductor, como lo han sido a lo largo de la historia. Aparato reproductor, burro de carga, boca cerrada y cerebros privados de cualquier estímulo mínimamente intelectual. Por eso a las listas las escondían en el convento de clausura o las quemaban por brujas, no fueran las otras a seguir su ejemplo y les desbarataran el chiringuito.
Érase mujeres reducidas a un cuerpo con una utilidad concreta. No la que ellas desean, sino las que eligen los demás. Érase ¿cuándo os vais a animar? ¿Para cuándo el bebé? Se te va a pasar el arroz o quizá ve pensando en congelar los óvulos. Érase ¿por qué no tienes hijos? o ¿no te arrepientes de no ser madre?
¿Y a los demás qué narices les importa? Empecemos por ahí.