No tengo alma de hincha. Y, por regla general, me resbalan los eventos deportivos. Pero entiendo la importancia del asunto.
Sé bien que en la antigua Grecia se honraba a los vencedores por toda la Hélade y se los consideraba semejantes a los dioses.
Recuerdo el golpe de efecto que, en 1936, implicaron los triunfos en los Juegos de Berlín de Jesse Owens y Cornelius Johnson, el atleta al que Adolf Hitler (y, más tarde, Franklin Roosevelt) se negó a estrechar la mano.
Recuerdo la partida de ping-pong que precedió a la visita, en 1971, de Nixon a China.
Y algo en el fondo de mí me invita a reconocer que, en semejantes hazañas, late quizá aquello que Hegel, último de los filósofos, denominaba "el alma del mundo".
En concreto, Hegel veía al vencedor como una "antigua estatua que se hubiera puesto en movimiento". Advertía en él "la obra viva" de un pueblo que, entregado al "culto de sí mismo", la esculpiera y diera forma (o, como diríamos hoy, la entrenara) a su imagen y semejanza.
Si admitimos esta idea (a saber: que, en el evento que se termina estos días, se nos muestra "la imagen corporal más acabada", si no de la "esencia" nacional, al menos sí del Estado), entonces se nos ofrece una imagen muy certera de este espíritu del mundo en su pugna con la Historia.
Al fin y al cabo, este espíritu del mundo lo tuvimos delante de las narices durante el Francia-Inglaterra, jaleado por los fantasmas del brexit.
Como también lo notamos, mientras se cargaba a tiros en Teherán contra mujeres sin velo, durante el enfrentamiento entre las selecciones de Irán y Estados Unidos.
[Marruecos se rebela contra el 'statu quo': el país que enarbola la globalización del fútbol]
Y comparece también, qué duda cabe, tras el pase de Marruecos a semifinales por primera vez en la historia del país (la primera también de un combinado africano).
Mientras escribo estas líneas, en la mañana del lunes, ignoro si serán los marroquíes o el combinado francés quienes se lleven la palma dentro de un par de días.
Pero tengo claro algo: esta clasificación corresponde al país árabe que, en las últimas dos décadas, ha caminado más lejos por la senda democrática.
Se trata de una victoria obra del país musulmán cuyo monarca, durante un discurso pronunciado en Tánger en 2016, declaró la guerra en cielo y tierra a los yihadistas que se arrogan el derecho de hablar en nombre de Dios.
Tengo claro que el equipo marroquí nace de un pueblo cuyo piadoso carácter no le impide respetar a las minorías que alberga (sean cristianas o judías) ni a quienes han decidido poner fin a sus días, como lo hiciera mi amigo, el escritor y antaño ministro Thierry de Beaucé, en suelo magrebí.
Sé también (¡y no puedo evitar verlo como una señal!) que Marruecos adopta una postura tan sabia como valiente en relación con los mayores asuntos internacionales. Nada lo ilustra mejor que la reciente entrega a Ucrania de valiosos tanques T-72.
Y no quisiera hacer alarde de superstición, pero tiendo a apreciar, como le ocurría a Píndaro al ver la huella divina en la frente del atleta victorioso, la marca de aquellas madres y esposas a quienes la reforma del Código de Familia en 2004, sumada a la Constitución de 2011, concedió unos derechos sin comparación en el resto del mundo árabe-musulmán.
No lo puedo evitar. Veo su huella en la veloz zancada de Romain Saïss. O tras cada estirada de Yassine Bounou. En cada centro al área de Hakim Ziyech o en los testarazos de Youssef En-Nesyri.
Ignoro si estas escenas tendrán algún sentido para los futboleros.
Pero, a mi modo de ver, Marruecos se merece los elogios y la gloria.
Cuando señalo estos méritos, no pretendo limitarme a sus gestas deportivas en la cita mundialista. Deseo que se reconozcan sus esfuerzos incluso en esas esferas donde, con mucha frecuencia, los marroquíes alzan la voz en vano.
Me refiero, por ejemplo, al Sáhara Occidental, donde Marruecos adopta una postura a la vez fiel a la Historia, conforme con el Derecho internacional y la única compatible con las exigencias de paz en la región.
La designación de Qatar como sede del Mundial supone un error mayúsculo desde el punto de vista moral y político.
Sin embargo, obligados como estamos a asumir nuestra vergüenza, procuremos quedarnos solo con lo memorable. Cómo el ángel de la Historia arroja un poco de luz sobre este noble y longevo país, capaz de poner en su sitio incluso a grandes rivales sin negarles, por ello, su amistad.
Confío en que nuestro asombro por la gesta marroquí no se acabe evaporando en los terrenos de juego, climatizados por obra de los trabajos forzados.
Recordémoslo también cuando, llegada la hora de apaciguar los conflictos que ahora mismo nos asolan, tracemos las líneas del nuevo orden mundial.
Llegará el día en que venzamos a los revanchistas de los imperios difuntos.
Llegará el día en que paremos pies a aquellos que llamé los "cinco reyes": los imperialistas rusos, los neootomanos, los neopersas, los imperialistas chinos y los nostálgicos del gran Califato.
Cuando llegue ese día, no olvidemos a ese rey que, a diferencia de aquellos, merece un lugar en la mesa de los vencedores: Mohammed VI, nieto del sultán que, desde octubre de 1940, se alzó contra la infamia de las leyes antisemitas de Vichy y cuyo país no ha dejado nunca, desde entonces, de mostrar su lealtad a los países democráticos (y, naturalmente, a Francia).
Será en ese partido donde se dispute todo.
Hasta entonces, tendámonos la mano y juguemos limpio. Vayamos practicando.