A la reina eterna que acabamos de enterrar (la monarca global) la sustituye un hombre, su hijo Carlos III. Simbólicamente, no es un cambio inocente. Al mundo le iría mejor si lo lideraran mujeres, acaba de decir el papa. Con este contrasentido, si cabe, se rediseña ahora una nueva era. Sin Isabel II en Buckingham es como si todo volviera a empezar.
A tenor de la tesis papal, otro gallo nos cantaría con una mujer en el Kremlin. Y, en lugar de Volodímir Zelenski, con Olena Zelenska en Kiev. Lo cual nos invita a pensar que le iría mejor a Vox con Macarena Olona que con Santiago Abascal. Y así sucesivamente.
En China, la primera dama, Peng Liyuan, era tan famosa o más que su marido por su exitosa carrera como soprano. Cuando Xi Jinping y ella visitaron el Teide en Tenerife, en noviembre de 2019 (poco antes de la pandemia y de que el mundo saltara por los aires), su carisma era evidente.
Como el de Raísa, la esposa de Gorbachov.
A juzgar por sus esporádicas intervenciones, Begoña Gómez, la consorte del presidente Pedro Sánchez, tiene mimbres propios para no ser un florero.
El repaso podría extenderse por todos los ámbitos de la vida pública española, donde la banca cuenta con lideresas como Ana Botín. La industria textil cuenta con Marta Ortega, la hija menor del fundador de Inditex, que llegó al trono tras quince años al trote en la empresa familiar.
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La gran cuestión es si este mundo que se cae a pedazos tras siglos de predominio varonil en las altas esferas podría salvarse in extremis dando ese volantazo que Marvin Harris consideraría la primera sociedad matriarcal de la historia, sensu stricto.
Mientras Marie Curie era capaz de ganar dos premios Nobel, en política las mujeres solían permanecer a la sombra del que se autodesignó "sexo fuerte" sin aceptar la evidencia de desmentidos como, entre otros, el del umbral del dolor.
No es un debate baladí. El papa quizá ha puesto el dedo en la llaga. Pero lo cierto es que el tema no tiene un campo abonado en los cuarteles políticos españoles.
En toda tribu hay conflictos de liderazgo y los partidos no iban a ser menos. Las indirectas (y no tan indirectas) que se dirigen Olona y Abascal, evidenciando un cisma en la familia que crece por momentos, parece un síntoma más de ese síndrome que vampiriza a los grupos humanos desde el origen de los tiempos, y a la política en particular.
El papa dice que si accedieran más mujeres al poder habría menos pendencias y "decisiones que llevan a la muerte", según sostuvo este mes en Kazajistán. Todo el orbe político está de uñas, sin duda, por jerarcas de la catadura de Putin y por el mal ejemplo que suponen las falsas democracias (llamadas iliberales), como acaba de determinar el Parlamento Europeo calificando a la Hungría de Viktor Orbán de autocracia electoral. Y no es la única.
Resulta innegable la abrumadora mayoría de hombres encaramados en el poder. En Reino Unido, fuera porque la reina marcó tendencia o por el antecedente de Thatcher, no ha habido como en España un monopolio cuasimachista.
En el caso de Suecia, dada la discreción de su actual papel internacional, tan alejado del que tuvo el héroe Olof Palme (asesinado en 1986), muchos han descubierto que una mujer llevaba el timón cuando, días atrás, dimitió la primera ministra socialdemócrata, Magdalena Andersson.
En Finlandia, no nos engañemos, la también socialdemócrata Sanna Marin cobró notoriedad como primera ministra por su polémica foto bailando en una fiesta privada y sus lágrimas en un mitin a favor del derecho a la alegría en un país que presume de ser uno de los más felices del mundo. Marin y Andersson saltaron a la palestra cuando tras la invasión de Ucrania pidieron el ingreso en la OTAN.
Lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, la irrupción de las mujeres en la política no deja indiferente al aparato de los partidos. El citado tándem Abascal-Olona se ha revelado problemático. Como el de Feijóo y Ayuso, por más que guarden las apariencias.
En el PSOE hubo un amago de rebelión por parte de Adriana Lastra que no se consumó cierta noche de cuchillos largos durante la última razzia de Sánchez en las portavocías y por el control del partido.
Ya antes había acabado mal la entente Rivera-Arrimadas, y ese es un caso de ascenso a la cúpula de una mujer emergente que venía de imponerse en el frente catalán. Pero no siempre la alternancia de género va a salir bien.
En Reino Unido, volviendo al laboratorio monárquico de matriarcado más visible de Europa, dos mujeres acaparan todos los focos. La reina Isabel II en su muerte y resurrección como la monarca eterna, y la premier Liz Truss, que llega al poder tras otro funeral, el entierro en vida de Boris Johnson, víctima del brexit y el partygate.
Es inevitable en ese país la tentación de resucitar a Margaret Thatcher, santa y seña de los tories, que convivió con Lilibeth bajo un clima crispado, según The Crown, y que metió a la Corona en la guerra de Las Malvinas, no lo olvidemos, en contra de la tesis pacifista del papa Francisco sobre un mundo gobernado por mujeres.
Pero sólo bastaría con revisar la historia de estos dos últimos siglos para inclinar la balanza de un poder exterminador clamorosamente del lado de los hombres. Hoy, salvo la ucrónica pregunta sobre qué hubiera sido de nosotros con Hillary Clinton en la Casa Blanca en lugar de Donald Trump, es indiscutible que estamos en el peor escenario posible con Putin, Biden y Xi Jinping. Tres de tres.
Cierto que, como arietes de una matrilinealidad admitida para labores contables, Kristalina Georgieva (FMI) y Christine Lagarde (BCE) copan el poder financiero y han demostrado rodaje para apretar los dientes y sonreír.
Es golosa la idea de hacer cábalas sobre un nuevo orden político internacional regido por más mujeres. Máxime tras la marcha de la respetada Angela Merkel (con trazas de Churchill de esta era) y la llegada de otra alemana, Ursula von der Leyen, exministra de Defensa, que puede decirse que gobierna Europa como una generala en tiempos de guerra. Sin pestañear.