El lunes 14 se cumplían dos años del momento en que Pedro Sánchez nos echó el cierre.
Acostumbrados a lo excepcional, apenas hemos reparado en ello. La mayoría de los seres humanos estamos programados para adaptarnos a las circunstancias sobrevenidas por raras que sean. También lo estamos para borrar nuestros recuerdos hasta donde nuestras pesadillas nos dejan. Lo uno y lo otro no son más que estrategias de supervivencia. Sin lo uno o sin lo otro, nos hundimos.
Dos años después empezamos a olvidar que hubo un tiempo en que la realidad no se parecía en nada a la de ahora.
El papel higiénico se convirtió en la metáfora del desabastecimiento y del miedo, como ahora el aceite de girasol o la harina. El porqué nadie lo sabe. Quizá sólo se trataba de que nos acostumbrásemos a convivir con lo absurdo y a no pedir explicaciones.
Las calles vacías, las rutinas caseras, las ausencias, la resignación, el miedo. Pero en la segunda semana nuestra aceptación acrítica de aquella situación tan extraña empezó a quebrarse.
La primera prórroga del estado de alarma nos hizo sospechar que no era sólo la movilidad de las personas lo que se restringía, sino que eran nuestros derechos y libertades los que quedaban en suspenso. Y pronto supimos que la verdad iba a ser (como en la guerra) la primera víctima de la pandemia.
Se cerraron las Cortes Generales, se enmudeció por la fuerza a la oposición, las ruedas de prensa se convirtieron en una parodia en la que se restringía el derecho a preguntar a según quién y según qué.
Sin el control parlamentario y sin el de la prensa, sólo era cuestión de tiempo que nos pareciese normal vivir en la mentira y que el Gobierno se considerase legitimado para no rendir cuentas ni a la oposición ni a los ciudadanos.
Y por si había algún resquicio por el que la verdad pudiera colarse, desde el Ministerio del Interior se nos empezó hablar eufemísticamente de "monitorización de las redes sociales". A algunas de las verdades que se apartaban del discurso oficial se las llamó "discurso del odio". Y la lucha contra lo que consideraban bulos se convirtió en una prioridad mayor que la de combatir el virus.
Hasta Félix Tezanos, en una de sus encuestas creativas, dictaminó que el 88% de los españoles creía que había que "apoyar al Gobierno y dejar las críticas para otro momento". También que casi un 67% consideraba que "habría que restringir y controlar las informaciones, estableciendo sólo una fuente oficial de información", se llamase NODO o informativos de RTVE.
Se nos mentía cada semana en el número de fallecidos sin importar que cada cifra que se hurtaba del cómputo total se correspondiese con una persona real, con familia, con afectos.
La seguridad de nuestros sanitarios se puso en manos de empresas fantasma, sociedades opacas y compañías sin experiencia. Nos convirtieron en rehenes de su incompetencia y del afán de enriquecerse de gente sin escrúpulos.
Se negó la utilidad de las mascarillas y nueve semanas después pasó a ser obligatoria. Luego supimos por el ubicuo Fernando Simón que el motivo del cambio de criterio era simplemente que en los momentos más duros de la pandemia carecíamos de ellas (y, claro, ¿cómo nos los iban a decir?).
La desescalada se hizo conforme a los criterios de un comité de expertos del que luego conocimos que no existía. Se trataba de beneficiar a los Gobiernos autonómicos afines y castigar al resto (especialmente a Madrid). Tampoco de esto rindieron cuentas.
Tras 99 días de estado de alarma y cuando sólo quedaba un pleno por celebrar en el periodo ordinario de sesiones de las Cortes Generales, Pedro Sánchez decretó la "nueva normalidad".
Descubrimos entonces que nunca había existido un plan B al confinamiento y, lo más importante, que los sucesivos estados de alarma y la excepcionalidad que comportaban eran para Sánchez y para Pablo Iglesias la situación ideal en la que gobernar siempre.
De hecho, nada de lo que ocurrió entonces con la Justicia, con la Guardia Civil, con la libertad de expresión, con la gestión de nuestra salud, con nuestra convivencia y sobre todo con la verdad hubiese sido posible sin esa insólita situación.
Esto es lo que creíamos entonces, porque aún recordábamos lo que era vivir en democracia casi, casi plena.
Ahora, con el horizonte temporal de esos dos años como referencia, apenas somos conscientes de todo lo que hemos perdido.
Y sí: meses después, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el primer y el segundo estado de alarma. También el cierre de las Cortes Generales. Pero ¿acaso eso tuvo consecuencias siquiera políticas? No.
Inmersos desde entonces en una espiral de mentiras, convertido el Gobierno en una ineficiente factoría de propaganda, sólo la realidad de una situación económica insostenible nos está haciendo reaccionar.
En cuanto a lo que perdimos por el camino, eso que formaba parte de una democracia que creímos fuerte, la mala noticia es que nos hemos acostumbrado a vivir sin ello.