Hasta el momento, como respuesta a las infamias de Éric Zemmour sobre que Pétain era el protector de los judíos franceses, teníamos opciones entre las que elegir.
Los hechos: el afán de Vichy, desde el verano de 1940, sin que mediara presión alemana, por promulgar su legislación antisemita.
Las cifras: el 80% de los niños detenidos durante la redada del Velódromo de Invierno eran franceses.
Los casos que todo el mundo conoce: la familia de Simone Veil acorralada, fuera o no de Lorena, en marzo de 1944; Robert Badinter, cuyos padres, también franceses, murieron en Sóbibor y en Auschwitz.
Los libros: ayer, Robert Paxton; hoy, Laurent Joly.
Pues bien, he aquí una película, Une jeune fille qui va bien, dirigida por Sandrine Kiberlain, que se puede contar entre las buenas herramientas que sirven para hacer que los relojes vuelvan a ir en hora.
Esta ficción no es, valga decirlo, una obra de combate. Pero sin duda merece la pena. En primer lugar, por la fuerza de sus planos secuencia; por la identificación de la directora con su actriz, la sorprendente Rebecca Marder; por cómo juega con el tiempo: sus recuerdos, que se funden y dificultan que entendamos de manera inmediata que la acción se desarrolla en el verano de 1942, en París, en el seno de una familia francesa que ya no sabe lo que significa ser una familia judía.
Pero, sin desvelar el desenlace, podemos decir que esta conmovedora historia de amor y de teatro es mucho más elocuente que muchos tratados sobre la gélida pesadilla de Vichy y la infamia de una "ideología francesa" que quiso, y a veces sigue queriendo, impedir que se celebre el sabbat, que se interprete a Marivaux.
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¿Qué es un diario de escritor? ¿Una conversación (los Goncourt)? ¿Una confesión (la versión completa del Diario de Julien Green)? ¿Un ejercicio de memoria (Maurice Martin du Gard)? ¿De melancolía (Benjamin Constant)? ¿Una autobiografía de la obra en sí misma (Claudel)? ¿Un experimento (Gombrowicz)? ¿Una expiación (Kierkegaard)?
¿Es una forma de hablar de uno mismo o de los demás? ¿Es el lugar de la falta de pudor asumida (Anaïs Nin) o de la grosería permanente (Paul Léautaud)? ¿Es un lugar de "tortura interminable" (Amiel sobre Maurice de Guérin) o de mostrar los secretos de los demás (Marcel Jouhandeau)?
Marc Lambron, con su diario de 2017 L'Année du Coq de feu, confirma que ocupa, en este panorama literario, un lugar decididamente aparte.
Es un verdadero diario. Una especie de tarjeta de memoria (como llama a su teléfono móvil y a las fotos que hace constantemente con él) de los más diversos acontecimientos que suceden a su alrededor.
Todo está ahí. Un retrato de Sollers o de Pierre Bergé. Una aclaración sobre el marechalismo de Emmanuel Berl. Una clasificación, no menos bienvenida, de los diversos pelajes del antisemitismo que siguen vigentes en la sociedad francesa. Nuestro paso de la era de los héroes a la era de los camaleones. Una lectura. Citas. El retrato, a esbozos, de la mujer amada. Una juventud en Lyon. Cenas parisinas. La situación actual del naciente macronismo.
Un relato, día a día, llevado a ritmo de tambor, de un año que, a fin de cuentas, casi resulta bastante corriente. Un libro de 700 páginas, de los de devorar, en el que nada (¡ni siquiera la evocación de las sesiones del Consejo de Estado!) consigue romper su encanto.
Pero, por si fuera poco, se le suma esa doble originalidad que lo convierte en toda una singularidad: Lambron nunca dice nada malo de nadie ni tampoco está realmente interesado en sí mismo.
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¿Qué tenía en mente el viejo André Malraux cuando, el 17 de septiembre de 1971, pidió la formación de una brigada internacional para Bangladés siguiendo el modelo de la Guerra Civil española? ¿Las imágenes de las fosas comunes que se emitieron entonces en las tres cadenas públicas francesas? ¿El ejemplo de Lawrence de Arabia? ¿El ejemplo de lord Byron, que eligió ir a morir con los patriotas griegos en los pantanos de Mesolongi? ¿El modelo de D'Annunzio, el escritor condottiero que fue el más secreto de sus maestros en el arte de vivir y de pensar?
¿Era la tentación de Oriente que regresaba? ¿La tentación de la India? ¿Creía realmente, en el estado de decadencia física en el que se hallaba, que aún tenía fuerzas para conducir un tanque?
¿Por qué, entonces, no siguió adelante con su proyecto? ¿Le disuadió su entorno? ¿Sus médicos? La primera ministra india, Indira Gandhi, a quien esta iniciativa romántica no necesariamente le resultaba conveniente.
¿Y en qué consideración tuvo a los pocos que le tomaron la palabra, acudieron a él y se fueron, como yo, a las Indias Rojas?
La verdad es que nadie lo sabe. El episodio es muy reciente, apenas tiene cincuenta años, y sin embargo sigue envuelto en misterio. Ni siquiera estoy seguro de que exista otro ejemplo de una laguna biográfica de tamaña magnitud en un escritor tan estudiado como el autor de Antimemorias.
Y esa es la gran virtud de este Malraux et le Bangladesh que acaba de publicar Michaël de Saint-Cheron, especialista indiscutible de la obra de Malraux, en la que encuentra y retoma, por primera vez, los elementos del archivo.
La grandeza de la erudición es cuando acude, como en este caso, al rescate de la admiración. La poesía de esta luz erudita que ilumina, desde dentro, un agujero negro literario. Y, para el autor de estas líneas, la emoción de ver exhumada su carta de joven, torpe y comprometido estudiante de la Escuela Normal Superior; las anotaciones a mano de Malraux pidiéndome que nos pusiéramos en contacto, y la cadena de circunstancias que marcaron, en aquel momento, mi destino.
Que este libro haga camino. Es raro. Precioso. Y útil.