Carolina Blanco, mamá de una niña de tres años, publica una carta en La Nueva España. Lamenta que de los 33 pases de cuentacuentos que ofrece el Botánico de Gijón, repartidos en los tres días del puente de Todos los Santos, ninguno sea en español. 33 pases, once pases diarios; todos en bable. La noticia era tan escandalosa que no podía creerla. Es de agradecer que Manuel Ruiz Zamora compartiera mi escepticismo, porque yo nunca habría tenido la iniciativa de llamar al Botánico y comprobar que era cierta.
Los ofendidos porque la Comunidad de Madrid aspire recursos ajenos deberían preocuparse más por las comunidades que los centrifugan.
Me sorprende que en las mismas mentes convivan, sin tensión, dos ideas. La primera dice que Madrid arrebata inversiones, empresas y población a las demás regiones. La segunda dice que Madrid es una especie de Mordor proto fascista. Una ciudad insegura para las mujeres y las minorías, donde la sanidad pública no existe y se respira peor aire que en Delhi. Si aceptamos que Madrid es eso, mientras nos quejamos de que miles de personas lo prefieren, ¿en qué lugar queda el resto?
El efecto capitalidad, dicen, aporta a Madrid una serie de recursos directos e indirectos inimaginables para las demás regiones: “¿Por qué todo está en Madrid?”, se preguntaba Ximo Puig. Pero no es la capitalidad (que ostenta desde 1561) lo que define el éxito de Madrid, sino la descentralización (sobre todo la de los demás).
Sí, Madrid tiene su propio modelo fiscal porque la descentralización se lo permite. Todavía quedan linces que identifican la descentralización con el progreso, cuando en Madrid la descentralización ha permitido políticas tan progresistas como bonificar impuestos, liberar horarios comerciales, ajustar la inversión en Sanidad y Educación, promover la gestión privada de hospitales públicos o favorecer la escuela concertada. ¡Gracias, federalistas!
Más interesante es observar cómo Madrid se ha beneficiado de la descentralización ajena. Porque quizá Madrid sea el lugar al que llegan las empresas que huyen de la asfixia fiscal, pero ante todo es un refugio para quienes huyen de la asfixia cultural. Y mientras haya comunidades autónomas centradas en fabricar comunidades etnolingüísticas artificiales, Madrid seguirá creciendo. Esta realidad perfila una acusada paradoja: siendo un estandarte neoliberal, Madrid se ha convertido en el resguardo más sólido de lo común.