Hace unos años, cuando todavía daba clase en los Estados Unidos, tuve como alumno a un capitán de la Marina. No fue el primer ni el último militar que tuve en clase, pues es costumbre que el Ejército americano financie la educación a sus veteranos para facilitar su reinserción en la vida civil.
En los muchos cafés que compartimos a lo largo del semestre, el oficial, que sería unos años mayor que yo, me mostró perlas de sabiduría que sólo están al alcance de quien ha podido morir o matar. En una de nuestras conversaciones sobre la guerra, en las que él saciaba con paciencia mi curiosidad infantil, me dijo algo parecido a esto:
“En los momentos críticos, uno no desciende a la expresión mínima de su humanidad, sino de su entrenamiento”.
La idea me fascinó. El entrenamiento te enseña a matar, sí. Pero también te disciplina para no ser el monstruo que serías sin él.
Le escribí cuando terminé El juego del calamar. La serie de moda es, como casi todo, un test de Rorschach, cada uno ve en ella lo que quiere ver. Y lo que yo vi es la impugnación de la tesis de mi amigo.
Aviso, amigo lector: vienen spoilers.
El juego del calamar pertenece a la familia de Battle Royale, Los Juegos del Hambre o La purga. Es una excusa para fantasear sobre la violencia y nuestra animalidad. El héroe es Gi-hun, un paria endeudado que acepta participar en un concurso del que sólo puede salir millonario o en pedazos. Su vida, como la del resto de participantes, es suficientemente tortuosa como para que el riesgo resulte asumible.
Coincide allí con el niño prodigio de su barrio, Sang-woo, un graduado de la Universidad de Seúl y, a ojos de su madre, un exitoso hombre de negocios. La deuda es un igualador social como ningún otro. Es capaz de absorber el orgullo de cualquiera.
Pero la humildad forzosa del deudor no se traduce en solidaridad hacia sus compañeros. Al contrario. Los hombres fuertes se agrupan, y los débiles, junto a viejos y mujeres, son despreciados. Son pocos quienes reconocen que también tienen una deuda moral con sus semejantes. Un perro callejero como Gi-hun, sin formación ni entrenamiento militar, tiene un código ético del que él mismo parece sorprenderse. No está dispuesto a matar, pero tampoco a dejar morir. Su humanidad no necesita entrenamiento.
Pero no todas las lecciones de El juego del calamar son dulces. El problema de las ficciones extremas es que hacen inevitable fantasear con cómo se comportarían los nuestros. Quién pondría su talento a disposición de los demás. Quién compartiría información ventajosa. Quién nos protegería. Quién nos cedería el paso y quién no.
Les animo a que practiquen este experimento mental. No tiene que ser con amigos. Si les divierte más, pueden pensar en cómo actuarían nuestros políticos.