A nadie puede gustarle Annette, la que ya llaman obra maestra de Leos Carax: si no, que se lo digan a la única pareja que compartía la sala de cine conmigo el fin de semana, que se levantó encrespada y se piró a los 30 minutos de arrancar el musical. A nadie puede gustarle Annette, igual que a nadie puede gustarle El gran masturbador de Dalí o los Celos de Munch.
A mí misma no me gustan nada, no me gustan en absoluto aunque tenga colgadas sus láminas en mi salón porque hay que tener cerca a todos los grandes misóginos. Mirándolo bien, el personaje de Adam Driver en esta película delirante (tan carismático y violento, tan visceral y podrido) se parece mucho al hombre acomplejado y revanchista y verde que pintó Munch. Sus terrores tienen que ver, también, con el charco de semen surrealista (inflado de deseos afilados y amarguras) que dibujó Dalí.
Siempre pensé que gustar es el verbo más ofensivo que puede dirigirle un espectador al artista acerca de su obra. Decir que algo te gusta es reconocer que no te ha atravesado, que no te ha perturbado, que no te ha desordenado el mundo lo más mínimo. Decir que algo te gusta es asumir que no te ha dolido. A eso se refería Wislawa Szymborska cuando escribía: “A algunos les gusta la poesía (…) Les gusta, / como también les gusta la sopa de fideos, / como les gustan los cumplidos y el color azul, / como les gusta la vieja bufanda, / como les gusta salirse con la suya, / como les gusta acariciar al perro”.
Decir que algo te gusta, que alguien te gusta, es confesar que lo dominas. Decir que algo te gusta, que alguien te gusta, es admitir que no te subleva. Es como describir a tal persona como buena.
Destacar eso como rasgo definitorio viene a decir que ni fu ni fa, que es mansa, que es dulce, que es dialogante, que es generosa, pero nada de aquello resulta literario, ni estimulante, ni contundente, ni proteico, ni divertido. Las cosas buenas y las que nos gustan están muy bien (por seguir con el neolenguaje de lo templado) y son fundamentales para hacer la vida llevadera, pero seguro no tienen nada que ver con el amor ni con el arte. Ojalá que no le guste a nadie yo, ojalá, al menos, que no le guste jamás a quien yo amo. Ni a quien yo odio.
No sé si Annette me ha fascinado o me ha decepcionado, no sé si es una obra de culto o una tomadura de pelo (es posible que lo sea todo a la vez), pero lo que es seguro es que no me ha gustado. Me ha descorazonado, me ha agotado, me ha chirriado. Me ha parecido tenebrosa, asfixiante, barroca, histriónica, macabra, cargante como una nube a punto de estallar en tormenta eléctrica. Annette es una fábula, un poema, un órgano palpitando fuera del cuerpo, un escupitajo caliente en la cara. Annette es de todo menos una película.
Es la historia de un mal amor que amenaza desde el comienzo con despuntar en tragedia. Tiene algo de La La Land, pero en fúnebre, con risas desquiciadas, tiene algo de La Bella y la Bestia sin redenciones, tiene algo de pasión desmadrada. Nadie sabe por qué uno ama a quien ama, nadie sabe en qué momento se construye un mundo privado para dos, nadie sabe en qué instante se conforma un ejército entre dos seres desiguales. Nadie sabe por qué uno siempre pierde, pero es fácil intuir desde el principio quién perderá. Aquí y en todas partes. Es fácil intuir en todas las parejas quién quiere más (y bien) a quién.
En el personaje de Adam Driver (un cómico maldito que se hace llamar el simio de dios y que se ha colgado hasta las trancas de Marion Cotillard, una soprano hermosa, delicada y frágil) se condensan todos los tentáculos de la masculinidad decadente: la velocidad, la afrenta, el desquicie, el narcisismo, la competición desaforada (hasta con su propio amor), la impunidad, los celos, la parquedad, el descontrol. En una sola mano suya cabe el cráneo de Cotillard, y qué perversa resulta esa caricia en la cabeza cuando se intuye que la misma mano que protege es la que puede destrozar.
Viven los enamorados en una casa que acaba devorada por las enredaderas, como en los cuentos les pasa a los palacios que revientan a maldiciones en forma de espino, porque toda esta película es un cuento: hay trazas aquí de Blancanieves, de Pinocho, de La Sirenita (les dejo a ustedes el placer de ir descubriendo sus guiños), parábolas nuestras patriarcales, aventuras sexistas que edificaron nuestra educación sentimental, y así nos luce el pelo.
La historia no tiene apenas diálogos, la narran las canciones (qué hermosa We Love Each Other So Much y qué carroñera You Used To Laugh, me vuelven loca), quizás porque las pasiones shakespearianas aterrizan mejor aquí cuando se expresan mediante el mito, el símbolo o el puñetazo onírico. Tantas veces nos son tan inasibles.
Dicen los críticos serios (no yo) que esta es la primera película accesible de Carax. Pues sabe dios cómo serán las otras. Será accesible porque comprendemos la narración (¿tenemos que dar gracias por eso?), pero sus herramientas son enrevesadas para el público medio. También para muchos cool que dirán que la película les ha flipado con tal de no quedar de catetos, aunque secretamente les haya parecido más fea que una multa.
En cualquier caso, yo les recomiendo que la vean y que asistan al reto que supone. ¿Cuántas veces hemos visto un cunnilingus cantado? (perdón por la palabra absurda: nadie dice cunnilingus a la hora de la verdad). Vale la pena enmarcarse durante dos horas y media en ese amor sombrío, irrespirable, medio devoto y castigador (aunque la segunda mitad de la película sea más floja: se asume). Vale la pena aceptar las cláusulas del contrato disparatado que es la ficción. Vale la pena pensar en esta propuesta como lo que es. Una expiación del propio director acerca de su propia vida, una obra dedicada a su hija (la hipotética Annette), un fantasma sobrevolando la memoria del suicidio de su esposa.
Vale la pena que el cómico que interpreta Driver no sea gracioso con tal de observarle a él en estado de gracia. Es la película que debe ver Edu Galán para que entienda por fin cómo de trasnochado es su personaje. A ver si lo asume si se lo dice Carax, que ya sabemos que estos hombres sólo respetan el lenguaje de otros hombres.
Como a mí me mola presentarle a las películas un poema, y a los poemas algunas películas, aquí dejo el de Jane, que me vino a la cabeza cuando estuve masticando los efectos en mí del filme. Pablo García Casado, Leos Carax, vuestro encuentro es improbable, pero os divertiréis. Os dejo solos.
él me enseñó a beber a pasar largas temporadas
en la cama a provocar la ira del vecindario a no sentir
en demasiadas cosas ningún tipo de vergüenza
con él también aprendí los gritos el miedo los fracasos
el olor a colonia de otros cuerpos y una frase:
cualquier forma de amor conlleva desperdicio
después de luis no me supo tan amarga la cerveza