El cuerpo es una máquina extraña. Lo pienso ahora cada día de tres a cuatro mientras sudo las penitas y los placeres en un pequeño gimnasio del centro, desértico, inquietantemente viejo, con un eco destartalado (como unas ruinas deportivas donde la gloria fue de otros) frente a la mirada inconmovible de Berto, que dice ser mi entrenador personal pero al segundo día ya empezó a ser otra cosa: yo intuía que se acercaba una película tremenda, porque si una es incapaz de tener un encuentro normal ni con la dentista, dime tú a mí qué se fragua cuando juntas al hedonismo puro, que soy yo, con la exigencia sin cortar, que es el bueno de Berto.
Yo ya le avisé de que me aterran palabras como “rutina” o “disciplina”, aunque él es de esos que creen que el orden nos hace más libres: le advertí también que en la vida no he corrido ni delante de la policía, que soy quejica, comodona, pachorra, una dama de sobremesa nasía pa tapeá’, pero nada de eso le asustó y se dispuso a cambiarme la vida (no es la primera vez que un hombre me promete eso sin éxito, así que arqueé la ceja y me dejé sorprender).
Es agradable verle esperarme cada mediodía en la puerta del garito, chocar con él los nudillos, decirle “qué pasa, bro” y observar esas mallas galácticas que se calza en su cuerpo bajito y ancho, como entre el niño y la bestia, como el de los chavales que quieren ser grandes demasiado deprisa, sin respetar los tiempos de cocción, aunque el tío ya coqueteará con los cuarenta. Va siempre con gorra y a veces se la levanta para frotarse el cráneo rapado (diseñado para disimular las entradas), como con infinito cansancio escondido en una masculinidad tosca, y entonces me da ternura.
Lleva un diamantito verde en el lóbulo izquierdo, tiene la piel morena y los labios gruesos: bajo la luz adecuada se le leen los secretos en las ojeras. Yo le miraba mientras subía pesas como una condenada medio inquieta dentro de mi propio padecer, porque veía en él a un varón rudo e inexplicablemente triste, y la verdad es que tardó jornada y media en descubrirme el pastel: está enamorado.
Esta clásicamente enamorado, Berto, con los clásicos sudores fríos, el clásico insomnio, el clásico mareo cuando ella no contesta, las clásicas ganas de dormirte un mes el día que la notas seca, los clásicos celos de corte leproso, el clásico tiro de fuego en la entrepierna del amor propio cuando piensas que ella es hermosa, que ella es perfecta, que qué va a hacer con un tipo como tú, que su vida es ancha y mejor y más libre y prometedora, que tú sólo estás encadenado a esta historia como un loco gritando en el desierto y que ella, al descubrirlo, casi que se reirá de ti, casi que se burlará de tu relato alimentado por la obsesión, por la pequeña magia inútil.
El chaval está comiendo mierda y yo aún no tengo confianza con él para meterle un abrazo, pero lo necesita igual que un puchero: nos pasamos los entrenamientos hablando de su terrible amor, de ese amor que lo tiene arrastrándose por los suelos del gimnasio (sin apetito, sin energías, sin muchas esperanzas), de ese amor que es como meterse cabezazos contra una pared de indiferencia, de ese amor peor que un virus, peor que una gripe, peor que un duelo y peor que una enfermedad que no le permite pensar en otra cosa, hablar de otra cosa, soñar con otra cosa.
Es su mañana y su tarde, el amor: vaya movida, amigo, no le envidio en absoluto. Está hecho un cadáver, Berto, está cosido a zozobras, está caminando en círculos, y yo, que alguna vez he estado ahí, le trato con toda la piedad de la que soy capaz mientras hago sentadillas porque bien sé que el amor es capaz de cosas mas trágicas que hacernos invertir demasiada pasta en perfumes fuera de nuestro alcance. No tengo la moral como para (mientras levanto la pierna hacia lugares imposibles en el potro pensando en la muerte) explicarle a este pobre hombre que si el amor romántico es una estafa y que si tenemos que desprendernos de sus posesiones e ingredientes contaminantes. No estamos de broma aquí, joder: esto no es Twitter.
Trato de meterle humor al asunto y a ratos lo consigo, porque nuestras risas nos echamos en medio de la barbarie: él canta a menudo Mariposa traicionera, de Maná, y suerte que tiene porque yo también me la sé. Tendrían ustedes que verme levantando el balón medicinal que pesa como un auténtico muerto y acompañándole en la coplilla: “Yo soy ratón de tu ratonera / trampa que no mata pero no libera / vivo muriendo, prisionero”. Él le da al estribillo: “Ay, mariposa de amor, mi mariposa de amor, ya no regreso contigo; ay, mariposa de amor, mi mariposa de amor, nunca jamás junto a ti”.
La canción (que suelta perlas como “ay, mujer, qué fácil eres”) lo tiene todo para que mi vocación feminista la rechace pero ahí estoy, entonándola, porque no puedo estar apagando todos los fuegos. Yo, para animarle, le tiro beef con Celia Cruz: “Todo aquel que piense que la vida / es desigual / tiene que saber que no es así / que la vida es una hermosura / hay que vivirla. / Todo aquel que piense que está solo / y que está mal / tiene que saber que no es así, / que en la vida no hay nadie solo: / siempre hay alguien”. Y se ríe y me dice “buen entreno, campeona”. Ambos sabemos que es mentira pero tiramos pa’lante.
Yo a Berto le aprecio cada día más y le hago el coach de gratis con mi energía renqueante, pero vengo pensando que en ese estado nadie está para trabajar, y que cuando yo me he muerto de amor me he muerto literalmente, con mi parada de órganos correspondiente y con esa agonía persistente que es peor que estirar la pata, con ese cerebro frito dedicado en todos sus rincones a tramarla: no puede ser que nos den de dos a cuatro días de baja laboral cuando se va un ser querido pero que cuando uno mismo está cogiendo pista para el otro barrio por culpa del amor, se desestime la causa y se entienda como una chiquillada.
No lo toleraré, magnates del mundo: el amor es una cosa muy seria. Habría que verles a ustedes amasando esa desgracia. Va una propuesta cariñosa para Errejón, que parece el único político que apuesta por una vida que no esté soliviantada 24/7 por el trabajo y la ultraproducción a cualquier precio: ¿cómo ves una baja por desamor? Las víctimas de ese escarnio terrible de los afectos, en el futuro, nos lo agradecerán. Desde aquí: de nada. Pero una útima cosa: todo aquel que piense que la vida siempre es cruel tiene que saber que no es así, que tan sólo hay momentos malos: y todo pasa.