Las modernas tesis evolutivas bien podrían encontrar aplicación en la vida parlamentaria. El equilibrio político puntuado funcionaría más o menos así, con periodos de estasis que amenazan con prolongar gobiernos ad infinitum, alterados por momentos de disrupción y cambio rápido que cristalizan en una nueva síntesis de inalterable apariencia. La historia se escribe a saltos.
Con el concurso de la Gran Recesión, un Congreso bipartidista de tres décadas se convirtió, como por gemación, en una cámara con cuatro partidos nacionales. El parlamento de 2015 reflejaba una pugna de dos Españas, pero no de esas que hicieron fortuna retórica o literaria en las cuitas fratricidas, sino de aquellas a las que José Ortega y Gasset había escrito discursos y Antonio Machado puesto verso mucho antes.
Porque, en su planteamiento original, la idea de las dos Españas no partía el país por el eje ideológico, sino por el generacional. Era, por contarlo con el propio Ortega, la “España vital”, la del “español que quiere vivir y a vivir empieza”, había escrito Machado, frente a la España oficial, “el inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos continúan en pie los elefantes”.
La quiebra del bipartidismo respondía a las urgencias de un país por poner coto a la colonización orgánica y la corrupción institucional largamente larvadas. Y a la necesidad de acometer una transición de elites que abriera las puertas de la historia a una joven generación aspirante, llamada a regenerar nuestra vida pública.
La nueva política quería ser a un tiempo una amenaza y una esperanza. Una amenaza, para los que habían hecho del Estado su covachuela con oneroso resultado para los españoles, y una esperanza, para los desposeídos por la zozobra económica.
Pasado un lustro, el momento disruptivo cristalizó en un nuevo equilibrio que pocos habían previsto. Mariano Rajoy cayó en una moción de censura tras haber conquistado una mayoría absoluta, la nueva política ya no ilusionaba y tampoco daba miedo, y un desahuciado Pedro Sánchez se había rehecho para gobernar sin nubes en el horizonte sobre las dos Españas de la polarización, esta vez sí, azul y roja.
Sin embargo, un aleteo táctico en Murcia ha provocado una convocatoria electoral en Madrid, una moción de censura en Castilla y León, la salida del líder de Podemos del gobierno de coalición y una crisis de Ciudadanos que ha vuelto los ojos de sus rivales hacia el centro, al objeto de ocupar aquello que con tanto ahínco procuraron vaciar primero.
La estasis sanchista se aproxima al momento disruptivo que podría impulsar nuevos cambios políticos, el más deseable de los cuales ha de ser el resquebrajamiento del orden bipolar y una gravitación hacia el centro. En ese espacio quiere emerger de nuevo Ciudadanos, abriéndose a la izquierda para enmendar una política de pactos tuerta.
Pero también ha puesto rumbo al centro Pablo Casado, y un Sánchez desembarazado de Pablo Iglesias, por la persona interpuesta de Ángel Gabilondo, y hasta Íñigo Errejón parece dirigir allí sus pasos, buscando el oxígeno que no encuentra entre PSOE y Podemos.
El centro podría ponerse de moda otra vez y no debiéramos dejar pasar la oportunidad de alzar el país a su grupa. Pero, para eso, hemos de superar la tentación nacional de contar y ordenar Españas. No quiero dos, ni tres Españas, y mucho menos me conformo con ser la tercera.
No achiquemos la patria, ensanchemos sus contornos. No persigamos la pureza altiva y mínima. Prediquemos un centro que sea punto de encuentro de compatriotas, los de derecha y los de izquierda. Y no adulemos la pequeña diferencia, conjuguemos los verbos bajo un “nosotros” sin enemigos.