Perdonen el palabro. Se llama así, en el álgebra de altos vuelos, a la que tiene dos incógnitas, como mínimo, que a veces llegan a tres. Ahora, en tiempos que todo lo reducen a algoritmos, puede servirnos la ecuación de marras para describir la bipolaridad y subsiguiente perplejidad en la que el mundo está sumido.
¿Derechas, izquierdas? ¿Globalización, identitarismo? ¿Liberalismo, intervencionismo? ¡Bah! Todo eso es ya cosa del pasado. Los ismos y las ideologías son como las lavadoras (y nosotros, por desgracia, también): obsolescentes. Venimos así de serie: con fecha de caducidad.
Se llama entropía. Se llama segunda ley de la termodinámica. Se llama muerte. Y se llama también hora de la verdad. Al ser concebidos pasamos del caos inicial de los espermatozoides al orden vaginal de un solo ovario. Al nacer nos tiran a la piscina y al morir a la nada o a sabe Dios dónde. Pero vamos con la ecuación...
La humanidad, a la que aquí llaman ciudadanía en clara referencia al manejo jacobino de la guillotina, se encuentra, como en aquel cuento de Borges, en la encrucijada de dos senderos que se bifurcan: el de combatir el virus con la asfixia del cautiverio (China, Italia, España, Francia, Reino Unido) o el de permitir que algo ‒Mairena dixit‒ siga pasando en la calle para ver si la inmunidad de grupo despeja el embotellamiento (Taiwán, Dinamarca, Suecia, Suiza).
Cierto es que lo segundo ‒citar de frente y aguantar el tipo‒ es lo que en todas, todas, las pandemias de la historia han sacado a sus víctimas del atolladero, pero el peaje, a corto plazo, puede ser duro.
Secuencia de riesgos inherentes a la primera incógnita: batacazo de la economía, desguace del mercado laboral, pobreza, hambruna, estrés postraumático, depresión, posible suicidio (lo dicen los psiquiatras), deterioro cognitivo, obesidad, diabetes, colesterol, insomnio, síndrome de la cabaña, tensiones en las familias, malos tratos, divorcios y caída en picado del sistema inmune con la secuela de que al salir de nuestras celdas estaremos más expuestos que nunca a pescar infecciones de todo tipo. Incluso la del coronavirus.
Mi hijo de siete años salió durante una sola hora un solo día el primer domingo de relativa libertad y unas horas después ya tenía gastroenteritis. Nos asustamos mucho. Ahora ya está curado, pero no le apetece salir a la calle. Le ha cogido miedo y dice, además, que no quiere contagiarme, pues a mi edad y con enfermedades adosadas, como los chalés pareados, me moriría. Está hecho un hombrecito. Los seres humanos, en la adversidad, maduran. Por eso siempre he sido partidario de reinstaurar la mili.
Secuencia de riesgos inherentes a la segunda incógnita: escalada, a corto plazo, de la pandemia, colapso del sistema sanitario, posibilidad de rebrotes y mutaciones, vuelta a empezar...
Yo no sé cuál de los dos senderos de Borges escogería. Si sólo de mi carácter dependiera, despejaría la segunda incógnita: la del camino del corazón (dejar vivir a la vida). Pero doctores tiene la iglesia de la sanidad, aunque el gobierno, inexplicablemente, oculte los nombres y los curricula de quienes hoy por hoy amojonan y acordonan el modus vivendi de los españoles. Su identidad es tan opaca como la actividad del laboratorio de Wuhan. ¿Serán los demiurgos de éste y los doctores Frankenstein, Moreau y No, puestos a sus órdenes, quienes deciden nuestros destinos y mandan en mi vida cotidiana?
Dejo ese naipe del tarot en el aire. Hoy tengo cita con el peluquero. Será la primera vez que salga de casa tras dos meses de cautiverio. Que Dios, Illa y el virus repartan suerte.