España se precipita por la pendiente del miedo desde la cima de la confortable decadencia de Occidente. Cuando China y Corea del Sur tocaron a rebato, nuestro mundo miró con curiosa condescendencia la militarización de la profilaxis en los pueblos bárbaros. Ahora, sin embargo, un temor contagioso se adueña de las conversaciones y toma por asalto los supermercados.
Muchos de quienes presumían de serenidad mientras enviaban memes sobre la nueva gripe esquilman sin pudor los anaqueles de las legumbres. Y los mismos que denunciaban la patrimonialización del espacio público critican que no se impusiera antes el estado de alarma. Estas contradicciones se explican porque el nuevo milenarismo, educado en la superioridad moral de las élites, gestiona con ira y angustia la conciencia de su vulnerabilidad.
El cierre de los colegios y los bares, la suspensión de las fiestas populares, las restricciones de movilidad, y cuantas excepciones debamos adoptar en adelante, no serán en verdad provechosos si este tiempo de confinamiento no va acompañado de un propósito de humildad.
Como individuos y como sociedad no estaría mal revisar nuestros hábitos y nuestras actitudes para que el pánico de hoy, en lugar de condicionar nuestras costumbres mañana, se convierta en un aprendizaje para cuidar más el planeta y distanciarnos un poco de nuestros prejuicios y aprensiones.
Ser mortalmente libres debería ser la primera obligación moral en la vida. Pero en pleno siglo XXI volvemos a comprobar que ninguna pasión sitúa a las civilizaciones frente al espejo de su insignificancia como ese temor atávico que sobrecoge a pastores y rebaños desde la noche de los tiempos. Es imposible saber si la experiencia del miedo ha cambiado mucho desde la Edad de Piedra. Cualquiera diría que nuestros temores actuales nos igualan emocionalmente a los habitantes de las cavernas.
En la Biblia leemos que el temor de Dios es una fuente de sabiduría. Hobbes también quiso ver en el miedo la razón del Estado y el principal instrumento de civilización. Pero hoy seguimos siendo esclavos de nuestros temores porque el miedo es una herramienta sociológica de dudosa eficacia. Si tenemos poco, tendemos a la imprudencia; y si tenemos mucho, nos encastillamos en el egoísmo, la insolidaridad y la tentación distópica.
Sartre advirtió de que el infierno son los otros, cuya presencia nos examina, nos interpela, nos censura, nos subyuga y nos paraliza. Como los truenos y las bombas. Pero tampoco parece improbable, a tenor de la volatilidad de nuestra seguridad, que el infierno seamos nosotros mismos, incapaces de sobreponernos al arbitrio del miedo, porque el hombre se sabe un ser para la muerte.