Fueron tres o cuatro segundos. Lo que tardó nuestro autobús en sortear el cordón policial que rodeaba aquel cuerpo. Un hombre de 34 años –lo supe luego– convulsionaba en la camilla al ritmo de la reanimación. Debió de chocar contra una farola. La moto seguía acostada sobre el asfalto. La ambulancia tenía las puertas abiertas y arrojaba sobre la escena esa luz blanquecina que delimita en la tierra una especie de purgatorio. Supimos que el azar, la providencia o vete a saber qué decidiría antes de que doblásemos la esquina.
Llegué a casa y ya estaba la noticia en el periódico. Muerto. Nos cruzamos con su final cuando regresábamos de una fiesta. Sintiéndonos invencibles, dimos por seguro –como él– que nos levantaríamos al día siguiente, como si la vida fuese un transcurrir mecánico sólo abatible por grandes atentados, catástrofes naturales o enfermedades imprevistas.
Aquella imagen, la que vimos desde el autobús, explicitó con toda su crudeza la levedad del hombre. Ésa que olvidamos por incómoda. La misma que nos obligaría a amar hasta el extremo de lunes a domingo, conscientes de que podemos subirnos a esa moto en cualquier momento. Apenas dedicamos unos minutos a los accidentes mortales. Puestos en el espejo, nos abofetearían con las cuentas pendientes. Y eso no lo toleramos porque, salvo contados seres de luz, somos muy poco humanos con los mal llamados “prójimos”.
Lo más doloroso de las muertes cotidianas –no tengo ni idea de las circunstancias que provocaron la que empuja estas líneas– es su envoltorio azaroso. Siempre injustas, castigan a una novia, a un amigo y a unos padres con el peor duelo de entre los duelos. Sin despedidas ni nadie a quien gritar. Ni siquiera un dios porque, ¿cómo creer en un hacedor de mundos que te roba lo más querido en un pestañeo? Recuerdo una señora que no volvió a pisar una iglesia después de que su hija falleciera por culpa de una enfermedad degenerativa. Irrebatible.
En plena vorágine del encargo, donde a Amazon sólo le falta distribuir sexo, hijos y estupefacientes, nadie puede rechazar un paquete que quizá ya se nos haya enviado. Da igual que uno se encierre en casa y baje las persianas. Si tiene que llegar, lo hará.
No sé dónde se compran las bombillas de ambulancia, pero los hospitales deberían desvelarlo por una cuestión de salud pública. Ojalá pudiéramos caminar al calor del flexo de la levedad para que, como Thoreau al volver de los bosques y en el momento de morir, no nos diéramos cuenta de que, en realidad, nunca vivimos.