Voy en tren y tengo calor. Otras veces, voy en tren y tengo frío. Pero nunca voy en tren simplemente, disfrutando del paisaje. En este sudor férreo tropical que baja por el cuello hasta los pezones, en esta humedad salada que viaja indisimulada hacia la cintura, zonas magras y manos, los dedos ya son dedos de tinta. Tinta negra de diario que mancha y letras de revistas de colores, todas esas que acumulo en los kioscos de las estaciones como compañeras de viaje. Leer es bueno para el colesterol porque me aleja de las bolsas de golosinas y del chocolate. Leer es bueno, sea como sea. Leer es ficción. Leer es entrar en Oz. Leer es saludable. Y por lo que leo, mentir también es sanísimo. Mentir como cosacos es lo más atractivo del mundo. Mentir está a la orden del día. E incluso, en el orden el día.
La mentira habla de nosotros, la verdad no tiene remedio. Las mentiras que escogemos son más nuestras que la verdad. Y nada más falso, imaginario y postizo que un cuestionario Proust de esos en los que preguntan “tu virtud favorita”, “personajes históricos que te gustaría ser” o, ¡tacatá!, “un don natural que te gustaría poseer”. Estoy leyendo de carrerilla, antes de deshidratarme en el vagón, y toda respuesta resulta tan increíble como el mismo héroe que ha elegido el personaje al que preguntan.
Todos mentimos. Mentir puede ser muy divertido. Porque leyendo las respuestas de fulano y zutano en el cuestionario Proust, me pregunto qué habría dicho yo: mis héroes, mis pintores, mis acontecimientos históricos o el estado actual de mi espíritu. ¿Habría exagerado? ¿Habría fantaseado? ¿Habría buscado algo campanudo, forzado, lejos de lo convencional? Sí, sí, sí. Por vicio. Mentimos por vicio. Para edulcorar. No es de extrañar que luego la gente vote o ensalce a idiotas, cleptómanos o malvados, y que las secciones de la prensa parezcan juegos de adivinanzas. ¿Será verdad?
La mentira llega, se instala y la empadronamos junto a la verdad. No queremos que nos mientan. Y sin embargo eso es lo habitual. Cuando tenemos una cita de amor hacemos lo mismo que todos aquellos que se ven sometidos al cuestionario aparentemente fácil de Proust: ficcionamos nuestra vida. La engordamos. La moldeamos. La dulcificamos. La creamos. Cómo vamos a decir que nos gusta beber a morro, que pellizcamos el fuet, que robamos bolígrafos de los hoteles y que nuestro hobby favorito es tirarnos en el sofá sin hacer nada. No. Nuestro hobby es ver películas de Wes Anderson, coleccionamos discos de vinilo y escuchamos a Schubert. Jamás levantamos los brazos cuando suena reggaetón en las bodas. Habrase visto.
La ficción es muy golosa y nos dejamos llevar por un montón de mentiras, llamadle mentirijillas, que crean un personaje de nosotros mismos. Ese que, tal vez, nos gustaría ser. Porque “ese que querríamos ser” habita en la mentira, jamás en la verdad. Ese que soñamos es el que forzamos con las redes sociales, con las respuestas y con las mentiras que disparamos. El hábito no hace al monje, pero lo cambia. Y si nos vestimos de pequeñas ficciones, empezamos a proyectar en la gran pantalla. Silencio, se rueda. Es la vida. Estamos en directo.