Esta es la semana en la que el exministro del Interior nos ha asegurado que la Fiscalía no afinaba nada por instigación suya y que el malentendido viene de una grabación manipulada o mal oída. En realidad, últimamente parece que lo de afinar no lo practica ni la Fiscalía ni nadie. Se ha impuesto el trazo grueso, y en esas estamos en todos los órdenes, dentro y fuera de aquí. Tras el empacho de vitriolo que supuso la fatigosa exhumación de todos los tuits perpetrados por la adolescente Cassandra durante los felices días (para ella y para los demás) en que no la miraba nadie, la semana nos ha regalado otra de las afamadas performances parlamentarias de Gabriel Rufián, ese nuevo Pinito del Oro del circo de varias pistas en que lleva camino de convertirse un parlamento que por lo demás legisla menos que la Tomasa en los títeres, y que ha reducido su función de control a estas vanas reyertas que nada controlan ni enmiendan.
Y si sólo fuera esto, en fin, se trata de pasatiempos y de refociles del ego en los que, a fin de cuentas, sólo nos matan la ilusión. Lo malo es que el ajuste grueso llega a las relaciones internacionales, y no se trata sólo de la amenaza del Reino Unido de no colaborar en materia de seguridad si no le dan todos los caramelos que tenga a bien demandar como premio a su desdén de Europa, amenaza que de concretarse ayudaría con enorme probabilidad a que alguien perdiera la salud o la vida. Se trata, por ejemplo, de que la presencia simultánea de dos machos alfa en el trono de las dos grandes superpotencias militares nos expone a una nueva técnica de gestión de los conflictos que resulta tan tranquilizadora como un chimpancé travieso encerrado con una caja de fósforos en la nave de una empresa pirotécnica.
Ya tenemos el primer caso encima de la mesa. Como lo de Siria (ese pobre país sumido por intereses ajenos en un horrendo proceso de autodestrucción que ya dura siete años) es un asunto vidrioso que requiere de toda la inteligencia y de toda la mano izquierda que pueda ponerse en ello, la manera de abordarlo de Putin es probar la tolerancia de los de enfrente dejando que se gasee a un puñado de civiles, niños incluidos, y la respuesta de Trump es lanzar 59 Tomahawks, esa fina herramienta dialéctica cargada de explosivo con 10 metros de margen de error.
En ambos casos, por descontado, hay muertos. Va a permitirle el lector a este insignificante columnista que no trate de distinguir quién tiene razón y quién no (más allá de la obviedad de que gasear gente es un abyecto crimen contra la humanidad), porque los hechos apuntan a que eso, para los que deciden, es lo de menos. Lo que da para pensar es que el ajuste grueso que ahora padecen los de siempre, los desheredados, que hoy son los sirios, se les vaya de las manos. Porque primero caerán muchos más desheredados. Y dándose mal, lo mismo acaba llegando hasta aquí la onda expansiva. Más todavía, quiero decir.