Los caminos de la serendipia son inescrutables. Un día vas a conocer a un muy alto cargo de una gran empresa y descubres a un especialista en la historia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, erudito, elocuente y entusiasta. La conversación te lleva de un caso emblemático a otro; comenzáis a intercambiar referencias y libros; y, de repente, en plena crisis entre Sánchez y el TC, te llega un whatsapp con una receta clarividente:
"Ojalá se zanjase de la manera en que se solucionó el lío entre FDR y la Supreme Court: 'One vote in time that saved nine'. Que en nuestro caso es que el CGPJ se ponga de una vez de acuerdo y nombre a sus dos magistrados del TC. Cualquier otra alternativa da pavor institucional".
¡El lío entre Roosevelt y el Tribunal Supremo! ¡"El voto a tiempo que salvó a nueve"! En algún rincón de mi memoria estaba ese episodio, pero jamás hubiera aflorado sin el toque de campana y la documentación de mi nuevo amigo. Y a fe cierta que las similitudes entre aquel pulso por el control del alto tribunal y el que ahora vivimos en España, amen de sugestivas, deberían ser aleccionadoras.
Cuando en octubre del 36 ganó por goleada sus segundas elecciones, un Franklin Delano Roosevelt tan arrogante, impaciente, audaz y determinado como Pedro Sánchez decidió acabar con la resistencia del Tribunal Supremo que una y otra vez había declarado inconstitucionales las principales leyes del New Deal.
"Desconozco si Roosevelt llegó a utilizar la palabra 'complot', como ha hecho Sánchez, pero desde luego veía en el tribunal la larga mano del Partido Republicano, que había perdido las elecciones"
Para Roosevelt y su entorno, los jueces del tribunal eran "nueve vejestorios vestidos con quimonos" de mentalidad reaccionaria, empeñados en anular las medidas acordes al interés general que promovían el Gobierno y su mayoría legislativa. Desconozco si FDR llegó a utilizar la palabra "complot", como ha hecho Sánchez, pero desde luego veía en el tribunal la larga mano del Partido Republicano, que había perdido las elecciones.
Roosevelt no podía hablar de "magistrados caducados", al ser su mandato vitalicio, pero sí denunciaba que algunos de ellos se aferraban al cargo más allá de toda lógica, fuera cual fuera su edad y estado de salud. En lugar de esperar a que la fruta cayera paulatinamente del árbol y él pudiera ir haciendo nombramientos, el presidente decidió tirar por la calle de en medio con un cambio en las reglas del juego y anunció una ley, elevando de 9 a 15 el número de magistrados del Tribunal Supremo.
"Abarrotar el tribunal" –como se dijo entonces– le garantizaría una "mayoría progresista" –esa era también la retórica del momento–, pues a los tres jueces que venían quedándose en minoría se sumarían los seis que nombraría él y todo iría como una seda. Las habituales derrotas gubernamentales por 6 a 3 se convertirían en cómodas victorias "a domicilio" por 6 a 9.
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Enseguida se suscitó un gran debate nacional pues, aunque la Constitución de los Estados Unidos –a diferencia de la nuestra– no fija el número de miembros del Tribunal Supremo, y aunque la maniobra llegara envuelta en una apariencia de amplia reforma judicial, desde el minuto uno fue percibida como un claro ataque a la separación de poderes. Cuando los principales periódicos se manifestaron en contra, Roosevelt denunció, como Sánchez, la estrecha sintonía entre la derecha política, judicial y mediática para torpedear sus planes.
"El presidente quiso ir a por todas y se estrelló. La mayoría de los senadores de su propio partido votaron en contra de la ley"
Fue entonces cuando dos de los seis magistrados que conformaban la mayoría conservadora empezaron a cambiar de actitud. Fuera por pragmatismo o por convencimiento de que soplaban nuevos vientos en la sociedad, primero el presidente del tribunal Charles Evans Hughes –célebre por su imponente barba blanca– y después el magistrado Owen Roberts comenzaron a votar a favor de las nuevas leyes laborales del Gobierno.
El de Roberts fue ese "voto a tiempo que salvó a nueve", pues dejó a Roosevelt sin el argumento de que el Tribunal Supremo actuaba sistemáticamente contra él. El presidente ya tenía lo que quería. Hasta ahí debió haber llegado la marea. Pero la cuestión no se resolvió de manera tan sencilla porque FDR pretendió seguir adelante con su ley, alegando en privado que los magistrados eran los mismos viejos lobos reaccionarios de siempre, aunque algunos se vistieran eventualmente con piel de cordero.
El presidente quiso ir a por todas y se estrelló. La mayoría de los senadores de su propio partido votaron en contra de la ley por entender que la reforma del Supremo alteraba sustancialmente los equilibrios y contrapesos del sistema norteamericano. Roosevelt sufrió una humillante derrota por 70 contra 20 en el Senado y encajó así el mayor revés de su carrera política.
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La traslación del precedente a nuestra crisis actual es bastante obvia. La acertada decisión de la mayoría del Tribunal Constitucional –quien tenga dudas que repase el último artículo de Virgilio Zapatero– de paralizar la norma que pretende reformar su sistema de elección ha espoleado aún más a Sánchez para llevarla a cabo.
El TC ha alegado que tramitar algo de tanto calado mediante el subterfugio de colarlo como enmiendas en la inconexa reforma del Código Penal vulnera el derecho de las minorías, de cualquier parlamentario a la postre, a debatir adecuadamente una propuesta legislativa. Sánchez ha presentado sin embargo la suspensión cautelar de ese trámite como un intento del tribunal de "amordazar" al Parlamento, dentro de ese imaginario "complot" derechista.
"La medicina de caballo prescrita por Sánchez no difiere mucho de aquella consistente en 'abarrotar el Tribunal' que trató de aplicar Roosevelt"
Su argumento para cambiar el sistema de elección del Constitucional es que la resistencia del PP a renovar el Consejo del Poder Judicial –congelado desde hace cuatro años por la falta de consenso– está bloqueando también la renovación del alto tribunal. Concretamente del cupo de cuatro magistrados –dos ya elegidos por el Gobierno, dos que debe elegir el CGPJ– que toca incorporar desde hace seis meses, de acuerdo con su reglado relevo por tercios.
Y, en efecto, el presidente tiene razón en esa denuncia. Porque, alarmado por el flagrante perfil político de los dos magistrados designados por el Gobierno –el exministro Juan Carlos Campo y la ex directora general Laura Díez–, el sector mayoritario del CGPJ ha arrastrado los pies, desoyendo el mandato del Congreso de que acometiera la elección de los dos magistrados restantes.
La medicina de caballo prescrita por Sánchez no difiere mucho en su espíritu de aquella consistente en "abarrotar el Tribunal" que trató de aplicar Roosevelt. Los cambios legislativos ya anunciados pretenden rebajar el listón para que el CGPJ elija a sus dos magistrados, no por mayoría de tres quintos como hasta ahora, sino por mayoría simple. Con la restricción, además, de que cada vocal sólo podrá votar a un candidato.
Sánchez quiere sustituir así el sistema de consenso por el de reparto, como si la Constitución no encargara al CGPJ elegir colegiadamente a dos, sino que estableciera que los vocales de derechas eligieran a uno de derechas y los de izquierdas a uno de izquierdas, como quien pide que los altos o los asténicos elijan a uno de los suyos y los bajos o los pícnicos a su contraparte.
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Como certeramente propone mi instruido y sensato comunicante en su whatsapp, el cambio de actitud que debería salvar el modelo en vigor consistiría en que "el CGPJ se ponga de una vez de acuerdo y nombre a sus dos magistrados del TC". Pues bien, eso es lo que está impulsando de manera ya fehaciente el sector conservador al ofrecer una dupla formada por uno de sus afines –propone a Tolosa, pero aceptaría a varios más– y por alguno de los previamente barajados por los progresistas. Para este segundo puesto ha ofrecido ya dos opciones.
El primer nombre, Pablo Lucas, quemado en la última votación, podía tener el inconveniente de molestar a los socios del Gobierno por tratarse del juez del CNI que autorizó las escuchas a Aragonès y otros líderes del procés. Pero el segundo, el de la feminista María Luisa Segoviano, que acaba de dejar su impronta como primera mujer al frente de una Sala del Supremo –nada menos que la de lo Social–, parece irreprochable desde una perspectiva de izquierdas.
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Con el pleno del CGPJ convocado para la próxima semana, teóricamente este debería ser "el voto a tiempo" que en este caso "salvaría a once", porque salvaría la arquitectura del TC, aunque se consumara su ineludible viraje a la izquierda. Sin embargo, Sánchez, como Roosevelt en el 37, parece empeñado en seguir adelante con su droga dura, a través de una proposición de ley que reproduzca las enmiendas bloqueadas por el TC, mientras los conservadores no acepten votar al juez José Manuel Bandrés.
Hace ya tiempo que en la Moncloa se dijo "tiene que ser Bandrés o Bandrés", pues el equipo de Sánchez considera que es quien mejor garantiza que el presidente del Tribunal termine siendo Cándido Conde-Pumpido, su preferido para el cargo.
Yo he escrito que, en último extremo, "París bien vale un Bandrés" porque lo esencial para el PP es conquistar la Moncloa, aunque entre tanto haya perdido gran parte de su influencia sobre el TC. Todos los disparates engendrados en esta legislatura –del calibre de la autodeterminación de género– se podrán enmendar fácilmente por vía legislativa, si Feijóo gana las elecciones, sea cual sea la nueva mayoría en el TC. Y entre todos los magistrados que van a conformarla no tengo duda de que Conde-Pumpido es el que tiene mejores galones para culminar su carrera jurídica como presidente.
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Sin embargo, el hábil movimiento de los vocales afines al PP en el CGPJ coloca a Sánchez ante un dilema que puede incluso marcar su suerte en las elecciones. Su primera opción es cantar victoria, celebrar que el amago de cambiar la ley haya desperezado a la mayoría del CGPJ y glosar el excelente pedigrí de María Luisa Segoviano. Asunto zanjado: el nuevo TC podría estar constituido en cuestión de días.
Sería el equivalente a lo que sus asesores más inteligentes aconsejaron a Roosevelt cuando el Tribunal Supremo cambió de sesgo: proclamarse vencedor sin pretender fusilar a quien saca bandera blanca. En este caso, cabría incluso la variante de que, movimiento por movimiento, los vocales afines al PSOE pusieran nuevos nombres sobre la mesa de negociación para terminar de cerrar el pacto.
"Su riesgo en ese caso no será perder las votaciones en el Parlamento, pero sí perder rotundamente la batalla de la opinión pública"
La otra alternativa es empecinarse, como FDR, en seguir adelante con el cambio en las reglas del juego, a menos que el PP acepte a Bandrés como trágala. Su riesgo en ese caso no será perder las votaciones en el Parlamento, porque en el modelo español se persigue hasta la abstención como pecado de indisciplina, pero sí perder rotundamente la batalla de la opinión pública.
Ya no estaría cambiando la ley y devaluando las exigencias en los nombramientos del TC para desbloquearlo, sino para poder elegir personalmente no sólo a dos, sino a tres de sus cuatro nuevos magistrados. No sería una batalla para facilitar el funcionamiento de las instituciones, sino para coparlas.
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Sánchez verá si le conviene que, junto a las rebajas de las penas por sedición y malversación, de lo que se hable durante semanas y meses sea de sus formas abruptas, de su falta de sentido de la contención, de su desprecio a todo límite dictado por la prudencia para moldear un Tribunal Constitucional a su capricho. No un TC progresista, sino un TC sanchista, en el que todos sus designados quedarían marcados por el estigma del dedazo.
El presidente debería saber que hasta un hombre tan leal a Roosevelt como el fiscal Robert Jackson –famoso luego por su papel en el juicio de Nuremberg– criticó su grave error, explicando que "presentar la ley que reformaba el tribunal fue como tirar una piedra contra la vidriera de una catedral porque lo que despierta las pasiones no es el daño causado, sino su significado".
Tal vez nuestro Tribunal Constitucional no merezca tanto respeto reverencial, pero, a pesar de las turbulencias que lo azotan, sigue siendo la pieza angular que sustenta la bóveda de la democracia que lleva en pie casi medio siglo en España. Unos magistrados sustituirán a sus predecesores para dar luego paso a los siguientes. El TC virará ahora a la izquierda, volverá a hacerlo a la derecha y entre tanto deparará sorpresas a unos y otros. Pero modificar alegremente el diseño y encaje de la institución, para hacerla más sumisa y dependiente del poder político, implica descuajeringar todo el edificio. Sánchez verá si, además de por lo de Franco, quiere también ser recordado por eso.