Desde hace unas semanas hay un podio en la Plaza de Cataluña que más parece una picota. Sobre él hay una figura que desata la inquina ritual de los que por allí desfilan con las enseñas más diversas.
Estamos en el penúltimo jueves de la más atípica de las campañas y la persona que ocupa ese podio de las imprecaciones multilaterales ha venido a cenar a casa de unos amigos, en el corazón del Barrio de Gracia. Lleva un traje oscuro, bajo cuyos pantalones se atisban sus habituales calcetines de rayas y una elegante corbata de amebas de color burdeos sobre la camisa blanca. Sólo cuando se quite las icónicas gafas negras, desvelará su fragilidad humana.
Somos seis a la mesa -ni uno más- y tendremos que partir al filo del toque de queda. Pero él abrirá antes la flor de su secreto. Su por qué, su para qué y su cómo lo hará.
Es el séptimo encuentro del día. Empezó por la mañana con los de Foment del Treball, hizo luego una entrevista para La Vanguardia, protagonizó un acto sobre medio ambiente con la vicepresidenta Teresa Ribera, tuvo un almuerzo coloquio en el Círculo Ecuestre, se sometió al interrogatorio de los colegas de El País y mantuvo una reunión con algunos de los científicos más destacados de Cataluña. Y ahora, he aquí al hombre. Veamos lo que queda de él.
Una campaña sin mítines hubiera sido hace veinte años como un periódico sin rotativa. Hoy en día, escuetos encuentros de media docena de personas se convierten en actos con miles de participantes en “la nube”.
El problema es que, aunque haya 300.000 personas que ejerzan el sufragio por correo, nadie podrá votar de la misma manera virtual con la que se sigue la campaña. Y la participación, sobre todo la del Área Metropolitana, a menudo indiferente a las instituciones autonómicas, es el talón de este Aquiles del constitucionalismo que ha puesto patas arriba el tablero electoral catalán.
¿Qué tienen en común Ciudadanos y Junts per Cat, el PP y Esquerra, Vox y la CUP? Que todos denuncian, combaten y critican a Salvador Illa. Y en esa peña, heterogénea a más no poder, aún queda sitio para el PdCat y los propios Comunes, por más que Illa diga que pretende gobernar con ellos. Algo tendrá este agua cuando todas las cúpulas la maldicen.
Solo a las palomitas de la Plaza de Cataluña -antes incluso que el dinosaurio de Monterroso, ellas ya estaban ahí- les resulta familiar tan sospechosa coincidencia. Les recuerda, de hecho, a lo que le ocurrió a otro catalán, u otra catalana, según se traduzca o no su denominación, hace ahora tres cuartos de siglo.
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¿Qué tenían en común los carlistas y los cenetistas, la Lliga de Cambó y el Partido Radical de Lerroux, Esquerra Republicana y los monárquicos alfonsinos? Que todos denunciaban, combatían y criticaban a El Be Negre –“La Oveja Negra”- y a su director Josep María Planes. Y en esa peña, heterogénea a más no poder, aún quedaba trágicamente sitio para los escamots de Estat Català y los pistoleros de la FAI.
El Be Negre era un milagro de la naturaleza: un semanario de humor inteligente y elegante, en medio de la ciénaga de una sociedad en acelerada fase de putrefacción. El joven Planes y sus colaboradores no eran precursores de la ideología de Illa pero sí de su talante. Cercanos al catalanismo intelectual y moderado de Acció Catalana, se reunían cada domingo en una sala del Ateneo barcelonés para combatir con la sátira, todos los excesos.
Ni siquiera los dirigentes de su propio partido o los entonces jóvenes popes del surrealismo Dalí y Miró se libraban de sus burlas. Como ha escrito Sebastiá Roig, “le daban leña a todo el mundo” y al decir de Lluis Solà i Dachs “causaban estragos entre los personajes del momento”
Al prepotente Cambó lo representaban emergiendo de la copa de un árbol de cartón piedra sobre el escenario del Palau de la Música, para arengar a la burguesía empresarial, a lomos de un caballo blanco.
Cuando, en plena racha de acusaciones de corrupción, se organizó un homenaje a Lerroux, El Be Negre puso en la portada la mesa del banquete con los tenedores y cuchillos, precavidamente sujetos con cadenas antirrobo.
Al presidente Alcalá Zamora, fiel de la balanza de la República, lo dibujaron en un atril, rodeado de energúmenos, “a punto de ser devorado por los católicos reaccionarios y los demagogos laicos”.
Inspirada en Le Canard Enchainé y mucho más brillante, sutil y ecuánime que su contemporánea madrileña Gracia y Justicia, El Be Negre no se caracterizaba por la equidistancia sino por el idéntico repudio de todos los fariseísmos, fanatismos y exageraciones, de todos los desbordamientos violentos cualquiera que fuera su coartada.
La representación de ese espíritu era una figura antropomórfica, coetánea de Mickey Mouse y los Tres Cerditos: una simpática oveja negra que correteaba por los riscos de la cabecera de la revista, con la misma determinación, inasequible al desaliento, con que lo hace el león de EL ESPAÑOL, cuando nuestros suscriptores se descargan en su app La Edición nocturna.
Al Be Negre no le importaba situarse a menudo en una angosta esquina, acosado por la intolerancia de unos y otros. Pero, cuando en mayo del 33 llegó al número 100, tuvo el arranque de legítimo orgullo de colocarse encima de ese podio imaginario, rodeado de todos los protagonistas de la actualidad, a los que había ridiculizado, visiblemente enfurruñados, pero también de muchos catalanes anónimos que celebraban su valentía.
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No estaban los tiempos para tales alardes. El 22 de octubre de ese mismo 1933, ocho mil escamots de las Juventudes de Esquerra Republicana -Junqueras, Rufián o Aragonès no deberían pavonearse tanto de su estirpe- desfilaron en Montjuic uniformados con camisas verdes, correajes de cuero y botas con herraduras, imitando a sus contemporáneos nazis y fascistas.
Dos días después, un grupo de los más exaltados, liderado por el hijo del alcalde de Barcelona, Jaume Aiguader, también de ERC, y su tío Artemi, asaltó impunemente el taller donde se imprimía El Be Negre. Fue una escena calcada de la que describo en El Primer Naufragio, cuando los sans culottes arrasaron las imprentas de los diarios girondinos, destruyendo la maquinaria y quemando los ejemplares que iban a ser distribuidos.
Cataluña entró en un proceso terrible que desembocó, un año después, en los eufemísticamente denominados “hechos de octubre”, un golpe de Estado cruento que sirvió de inspiración y antecedente al de 2017. Todos quedaron entonces retratados y no hay más que leer a Pla o a ‘Gaziel’.
A pesar de la repulsión que sentía por los CDR del momento, el director de El Be Negre buscó siempre la verdad. Cuando los hermanos Badía, líderes del partido ultra Estat Català, tan admirados y elogiados por Quim Torra, fueron asesinados a la puerta de su casa, Planes lideró la investigación periodística para descubrir a los culpables.
Fue entonces cuando publicó en El Be Negre un ingenioso artículo titulado Un assassinat i el seus misteris, en el que señalaba la autoría de la FAI, camuflándola como “Federación Aeronaútica Internacional”. Esa última broma le costaría la vida, pues Planes sería asesinado a los dos meses de publicarlo por un comando de anarquistas que le descubrió al salir a fumar en el balcón de la casa en la que se escondía. Tenía 29 años.
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Cuando en 1977 se publicó la colección facsímil de El Be Negre, su editor y prologuista, el ya mencionado Lluis Solà i Dachs, incluyó una advertencia sobre nuestros balbuceos democráticos, en un catalán perfectamente comprensible para cualquier otro español: “Reconeixem les mateixas posturas intransigents, el mateix menyspreu a las ideas de l’adversari, la mateixa ignorancia culpable de moltes situacions i de molts fets”.
Estremece pensar que, habiendo transcurrido más tiempo desde este hito editorial, inscrito en el inicio de la Transición, que el que medió entre la guerra civil y la recuperación de la democracia, en vez de continuar alejándonos de aquella cultura cainita, la historia parezca moverse, en sentido inverso, como si pretendiera reencontrarse con sus peores fantasmas.
Por fortuna, aunque las dinámicas políticas sean similares y la confrontación entre bloques casi idéntica, un escudo último de civilidad parece estar protegiendo el espacio público y la integridad física de sus protagonistas de la escalada de violencia de aquel tiempo. Como ocurre en el resto de España, la Barcelona con mascarilla y toque de queda es, además -incluso en campaña electoral-, un espacio de restricción y tregua.
Se trata de una situación anómala en la que todo se relativiza, ante la constatación de la fragilidad humana. Tal vez suponga, precisamente por eso, la ventana de oportunidad adecuada para que un más que hereje, heresiarca -nadie lo había hecho antes- apele a la conciencia transversal de los catalanes, con un programa que resume en cuatro palabras: “aceptarse”, “escucharse”, “respetarse”, “reencontrarse”.
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El Salvador Illa con el que compartimos esta noche un memorable bacalao ‘a la llauna’ me recuerda a la viñeta de la portada con la que El Be Negre reapareció, tras una suspensión de dos semanas, en octubre del 34. Mientras el material bélico, empleado durante la confrontación entre las fuerzas afines a la Generalitat sublevada y las tropas leales al gobierno republicano, ocupaba, amontonado, todo el espacio del dibujo, la oveja negra asomaba la cabeza por una esquina, preguntando: “Es pot passar?”.
“¿Se puede pasar?”, pregunta Illa a los dos bloques aparentemente estancos que mantienen congelada la política catalana, hasta el punto de hacerla intransitable, desde hace una década. Pero tampoco él habla desde la equidistancia, pues tiene muy clara su adscripción a la legalidad constitucional y, de hecho, descarta de plano una reedición de los tripartitos con Esquerra que encabezaron Maragall y Montilla.
“No me veo gobernando con Esquerra”, dice sin ambages, mientras nuestro anfitrión recuerda una de las máximas del líder histórico del PSC Joan Raventós: “Nunca te fíes de Esquerra Republicana”.
Illa creció políticamente a la sombra de esa cultura socialista. Su madre procedía de una familia de agricultores y su padre, hijo de carbonero, trabajó primero en una imprenta y luego en el textil. Su mayor afán fue darles estudios a sus tres hijos. “Mis padres están muy orgullosos de que yo sea candidato a la Generalitat y yo creo que mi empeño les reivindica. A ellos y a tantos catalanes de origen humilde como ellos”.
La hoja de ruta de Illa tiene una única premisa: ganar las elecciones. ¿Y qué significa ganar? Volvamos a la primera página de El Be Negre, concretamente a la del 10 de enero de 1934, y fijémonos en la cita que, al igual que hacíamos en El Mundo, encabezaba cada ejemplar, sólo que partida en las dos “orejas” de la portada: “Guanyarà qui tingui… més vots”.
La que aparecía ridiculizada como una “memorable frase del señor Cambó que, modestamente, El Be Negre hace suya” podía suponer entonces una mera perogrullada. Pero hoy adquiere una dimensión significativa, pues la mayoría de las encuestas coinciden en que, dentro del triple empate que reflejan, lo más probable es que el PSC sea el partido más votado, aunque puede que, por la prima de la Cataluña rural en las circunscripciones de Girona, Tarragona y Lleida, Esquerra o, más probablemente, Junts le superen en escaños.
“Si tengo un solo voto más que el siguiente me sentiré legitimado para presentarme a la investidura como President. Y a partir de ahí cada partido -Illa no excluye a ninguno- tendrá que definirse y decir lo que prefiere”.
¿Y si eso no sucede, cual es el plan B? Illa explica que su candidatura es fruto de la determinación del presidente Sánchez de “no conformarse con el deterioro creciente de la situación en Cataluña” y que eso va “más allá de estas elecciones”.
Frente a quienes se burlan del “efecto Illa”, presentándole como “un yogur con fecha de caducidad”, él aclara: “Si no consigo ganar a la primera, lo intentaré otra vez”.
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Y es entonces cuando se quita las emblemáticas gafas de montura negra e incrustadas en ese rostro juvenil, aparentemente imperturbable, aparentemente fresco como una lechuga, aparecen dos considerables bolsas bajo los párpados que no le ponen años de más, pero le devuelven a su edad real.
Son los reservorios del virus del cansancio que Illa ha ido llenando durante este tremendo último año de su vida, en el que cada mañana tocaban diana a las cinco y media en el desastrado apartamentucho de Moncloa que compartía con su incombustible, cordial e inteligente director de gabinete y hoy jefe de campaña, Víctor Francos.
Ventilaban las habitaciones, hacían sus camas y eventualmente la colada -ya se sabe, privilegios de la casta- y, aun en la oscuridad, ponían rumbo al lóbrego Ministerio, casi en la otra punta de Madrid, donde les esperaba el recuento diario de infectados, ingresados y fallecidos. Todo su ejército contra la pandemia cabía en un ala de despachos.
La extrema derecha le ha llamado “enterrador”, “asqueroso” y “mentiroso”. La extrema izquierda le ha perdonado, por razones tácticas, la vida. El siempre ha sido conciliador en sus estrategias y cortés en las polémicas.
Es un profesional de la política pero la motivación de esta aventura no puede ser más quijotesca: que Cataluña deje de ir de mal en peor, que la historia no siga precipitándose hacia la repetición de esas horas más trágicas.
Existe el efecto Illa porque existe el estilo Illa. No es una réplica de nadie pero forma parte del linaje del buen talante que fueron creando durante la Transición personajes como Joaquín Garrigues, Paco Ordóñez, Trías Fargas, Solé Tura y, por supuesto, Ernest Lluch. Progresista, moderado y filósofo, pero en la modalidad de proximidad, como buen alcalde de pueblo.
O sea, por completar el dicho que inspiraba el nombre del semanario, Illa surge entre la mediocridad como “un be negre amb potes rosses”. Lo que se busca siempre y no se encuentra nunca. El sueño imposible. Un político a la vez inteligente y honrado. Un socialista que ayuda a los empresarios. Un español de izquierdas que defiende la Constitución y sus símbolos como si fuera de derechas. Un pacificador, negociador y componedor, beligerante frente al separatismo.
O sea, “una oveja negra con las patas rubias” que protege al rebaño de tormentas y modorras, lanzando destellos entre los peñascos. Lo que necesita Cataluña.