El 15 de agosto, al caer la noche en Kabul, un afgano de ilustre linaje, Ahmad Masud, anunció que no se resignaba a la catástrofe.
Con la ayuda de algunos franceses, se hizo con el último helicóptero que aún no había caído en manos de los talibanes y, al igual que su padre, el legendario comandante Masud, se retiró al valle del Panshir, desde donde hizo un llamamiento a los compatriotas que, como él, se negaban iniciar el duelo por las prácticas de libertad, democracia e igualdad entre hombres y mujeres que se habían conquistado durante décadas.
Y fue tan insolente como para decir que “rendirse” era una palabra que no estaba en el “diccionario” de su familia.
Los talibanes respondieron asaltando el valle.
Armados hasta los dientes con la abrumadora superioridad de los arsenales que había dejado abandonados el Ejército estadounidense —tras su huida en desbandada— atacaron, en gran número, desde el norte y el sur.
Con el apoyo de los comandos, las fuerzas especiales y los helicópteros de combate de Pakistán, parecen haber penetrado en este bastión del Afganistán libre durante la noche del 5 al 6 de septiembre, tras combates encarnizados.
Como todos los que sintieron asco por el abandono de Donald Trump, y luego de Joe Biden, a este pueblo cuyo error fue creer en nuestras promesas, fui presa, durante toda la noche, de sentimientos encontrados.
Primero, miedo. Angustia por los amigos que tuve la ocasión de volver a ver hace apenas unos meses, a los que filmé, y cuyo destino desconocía... Por Fahim Dashty, el brillante periodista con el que en su día concebí el proyecto Nouvelles de Kabul, quien había sobrevivido, el 9 de septiembre de 2001, a la cámara bomba que asesinó a Masud. ¿Cómo era posible que ahora hubiese acabado hecho pedazos por un dron paquistaní, él, que siempre había burlado la muerte?
Por Amrullah Saleh, vicepresidente del país hasta el golpe de Estado de los talibanes y, desde entonces, siguiendo con rigor el derecho internacional, su presidente legítimo, ¿es cierto que le pidió a su guardaespaldas que le disparara en la cabeza si caía en manos de un enemigo ebrio de venganza y odio? Y, si es así, ¿sigue vivo?
¿Y Masud, el joven y angelical león que aprendió a mirar las estrellas en el King’s College de Londres y que las volvió a encontrar, tan nítidas y temblorosas, tan duraderas y frágiles, en el cielo de su Panshir natal? ¿Dónde está? ¿Qué hace? Me he pasado la noche intentando asegurarme de que este intelectual de nombre glorioso estaba a salvo, y de que los talibanes no lo habían capturado o le habían reservado, como a su padre, el destino de la última batalla, ¿seguía Masud en pie y al frente de su ejército de sombras?
Entonces, esta derrota, cuyo sentido me cuesta de entender... ¿es un revés, una debacle, uno de esos derrumbamientos de los que se tarda cincuenta años en recuperarse y que Francia conoce bien? ¿O es, por el contrario, una retirada calculada para ganar tiempo? ¿Una táctica? ¿Un alto el fuego para buscar refuerzos? ¿O es como ese otro precedente que me ronda por la cabeza como una pesadilla?
Aquellos mil resistentes, en las montañas, al amparo de una fortaleza inexpugnable y ocho mil bárbaros romanos que, abajo, en la llanura del desierto, destruyen, piedra a piedra, sendero a sendero y casa a casa, cualquier posibilidad de refugio para los supervivientes de un pueblo desgarrado, pasado a cuchillo, arrastrado por los ríos de su propia sangre...
Esta derrota, ¿es un revés, una debacle? ¿O es, por el contrario, una retirada calculada para ganar tiempo? ¿Una táctica?
Y, como respuesta, el heroísmo trágico de los asediados que buscan su propia su justicia y se adentran, durante más de dos mil años, en un largo túnel de desgracias, oscuridad, esperas, lágrimas, y también esperanza... ¿Queda algo de aquella Massada en el Panshir? ¿Esta batalla perdida ha sido un último coletazo de resistencia? No creo.
Yo digo que aquí la nobleza, la belleza y la grandeza del ser humano pertenecen no a los vencedores, sino a los vencidos. No a los bárbaros, sino a Ahmad Masud, a quien definitivamente no me arrepiento de haber celebrado diciéndoles a sus comandantes que un joven león se había alzado en el Panshir. Hay leones que pierden batallas. De acuerdo, no pasa nada. Eso no quita que sigan siendo leones.
Sobre todo porque aún nos queda esto. Unas horas después del boletín de victoria de los talibanes, el nuevo y espectacular llamamiento a un “levantamiento nacional” de Masud el joven. Siempre la misma historia. Nunca, jamás, el poder, los tanques y las demostraciones de fuerza traerán humanidad. En ninguna parte, desde las trincheras de la empobrecida Ucrania hasta las montañas del Kurdistán, también rodeadas, triunfan los arrogantes antes que los derrotados, los perdidos; pueblos olvidados, pero valientes. Y a los que creen haber vencido, a los que disparan balas perdidas al aire y se ríen de los cadáveres con los que han mancillado los valles, hay que decirles y repetirles una y otra vez que no tienen ni el señorío de los (provisionalmente) vencidos ni el esplendor de esos pocos de los que André Gide dijo que salvarían el mundo.
Afganistán ha perdido batallas, pero no la guerra. Está en la fosa donde cayeron los combatientes del Panshir, pero su llama no se ha extinguido
Afganistán ha perdido batallas, pero no la guerra. Está en la fosa donde cayeron los combatientes del Panshir, pero su llama no se ha extinguido y el propio Panshir no ha pronunciado su última palabra. El país transita senderos confusos donde se mezclan las aguas de uno de los ríos más bellos de la tierra con la sangre, los cuerpos, el barro de los combatientes asesinados, pero también es ahí donde ya empiezan a crecer las semillas del renacimiento. Los partisanos del Panshir, acorralados, pero decididos, son como las mujeres de Herat, Kabul y Kandahar que persisten en su desafío a los talibanes. Son lo que sigue siendo un misterio del ser humano, aquello con lo que ninguna desgracia acaba. Son la parte no maldita, sino bendecida, que resiste, sobrevive y se fortalece en el crisol de las ordalías compartidas. Lo que queda de Afganistán. La esperanza. Comienza la resistencia.