Ya no es el virus lo que nos vuelve locos, sino la vacuna. Un día, es una epidemia de trombosis vinculada a la de AstraZeneca. Otro día, es la historia de los cuatro pilotos de British Airways que han fallecido, como por casualidad, después de vacunarse. Otro es que hay pruebas —se jura y se perjura— de que las vacunas modifican nuestro ADN, causan enfermedades neurodegenerativas, vuelven estériles a las mujeres, contienen células fetales y matan a los bebés.
Al día siguiente, que las campañas de vacunación son resultado de una conspiración que han urdido Bill Gates, la Fundación Rockefeller, Microsoft, el Foro de Davos, Big Pharma y los fabricantes de un microchip conectado al 5G.
Y eso por no hablar de nuestro centenario nacional, el maravilloso Edgar Morin, que se ha visto atrapado en el ambiente que reina en estos momentos al confiarle a Le Monde estas preocupaciones extrañamente poco comentadas: "Más tarde sabremos si la investigación de las vacunas no ha frenado la investigación de la cura del coronavirus" y si "ciertas curas no han sido descartadas por la presión de poderosos grupos farmacéuticos hasta el punto de llegar a parasitar a las autoridades sanitarias".
Huelga decir que no es la primera vez que la opinión ilustrada reacciona así. Si acaso no desde la noche de los tiempos, al menos desde la guerra de los sofistas contra Sócrates, siempre ha dado vértigo el enigma de esa cura o remedio al que los griegos llamaban pharmakon y cuya singularidad es que está hecho de la misma sustancia que el veneno que neutraliza. Pero cabía esperar que, 2500 años después, no volviéramos a estar en el mismo punto.
Sin remontarnos tan lejos, habíamos soñado con una humanidad que hubiera escuchado la lección de Voltaire, que dedicó una de sus “cartas filosóficas “a ridiculizar a los antivacunas de su época, enfadados con esos “locos” que, en Londres, “dan la viruela a sus hijos para evitar que se contagien”.
Y uno se siente abrumado al ver que, incluso dadas nuestras diferencias nacionales, que se superponen a las señaladas por Voltaire y que ya oponían el pragmatismo anglosajón al conspiracionismo de los países latinos, la humanidad parece haber vuelto al punto en el que se encontraba entonces, a finales del siglo XVIII, cuando el cirujano Edward Jenner, para combatir la viruela, administró la primera inyección de cowpox, del virus vacuna, que generaba una enfermedad infecciosa común a las vacas y a los humanos, y vio cómo la Universidad le acusaba de propagar la gangrena y la sífilis con ese tratamiento.
Parece que volvió a la carga un siglo después, cuando Louis Pasteur inventó, en su laboratorio de la rue d’Ulm, la vacuna contra la rabia y, por ello, tuvo que aguantar las críticas por atentar contra la moral, las libertades, el orden natural de las cosas y la voluntad divina.
Resulta desolador comprobar que, a pesar de lo que se sabe en la actualidad sobre el resultado de estas polémicas oscurantistas y criminales, a pesar de lo que Georges Canguilhem y luego Michel Foucault nos enseñaron sobre las campañas de vacunación lanzadas en el siglo XIX por aquellos salvadores del género humano, aquellos grandes ministros y prefectos que erradicaron la lepra, la peste y el cólera, a pesar del avance del conocimiento en estas materias, a pesar de la abundancia de literatura científica que en estos momentos está al alcance de todo el mundo o quizás, ¡a saber!, a pesar de esa misma abundancia y de la confusión que siembra entre información y bulos, ciencia y negacionismo, nos asombra el eterno retorno del miedo arcaico de los hombres.
Nos falta espacio —y tiempo— para rehacer esta historia.
Y, sobre todo, la urgencia manda y apenas permite el pasatiempo de debates epistemológicos. Por lo tanto, baste con recordar a las últimas víctimas de la locura coronaviral y a los activistas antivacunas los siguientes hechos:
1. Por primera vez en la historia de la humanidad, no se han necesitado 105 años como para la fiebre tifoidea, 47 años como para la poliomielitis o 16 años como para la hepatitis B, sino apenas un año para desarrollar la vacuna contra el Covid.
2. Esta velocidad se debe a los inmensos recursos movilizados; a la cooperación entre las instituciones públicas y los laboratorios privados; a esta mezcla de competencia e intercambio de conocimiento que es una de las virtudes de la tan denostada globalización, y a la delantera que tomó la comunidad científica desde la epidemia de SRAS en 2003.
No es en absoluto fruto de ninguna clase de prisa por parte de laboratorios que hayan escrito a la carrera sus protocolos, hayan acortado las fases los estudios o validen sus ensayos clínicos a toda velocidad.
3. Si las vacunas presentan riesgos, son infinitesimales y, literalmente, no suponen nada en comparación con los de los repetidos confinamientos, que generan miseria y angustia.
Entonces, ¿nos hemos vuelto tan adictos al principio de precaución que un riesgo, por mínimo que sea, nos paraliza? ¿Nos hemos vuelto tan cobardes que la mera perspectiva de la falta de “retrospectiva” del funcionamiento de la vacuna nos va a sumir en una parálisis de miedo suicida? ¿O la inmunidad colectiva es ahora como unas elecciones: queremos que tenga lugar; seremos los primeros en beneficiarnos cuando se haga, pero no se decidirá por un voto y no pasará nada si me abstengo, en este caso, si escurro el bulto?
La hora de la verdad está cerca. Y mucho me temo que, una vez más, se confirmarán mis instintos de los primeros días: la estafa de “quedarse en casa para salvar a los demás”. La estafa de aquellos para los que siempre habrá suficientes personas vacunadas para que no todos tengan que vacunarse... sin olvidarnos, ya de paso, del aplauso a un pueblo de “cuidadores” del que resulta que una parte importante prefiere el riesgo de contagiar a un anciano al de verse afectado por los efectos secundarios de una vacuna...
Todos los ingredientes habrán estado ahí para hacer de la tragedia del coronavirus la revelación de una sociedad encerrada en sí misma, temerosa y movida por un egoísmo férreo.