Eran las once y cuarto de la mañana. Con puntualidad malagueña me encuentro con Manolo Sánchez Benedito en la Plaza de la Merced, en su querido Bar Picasso, donde es tratado como se merece un cliente tan leal como un amigo.
No sé si por casualidad o por esas decisiones que las neuronas adoptan a su albedrío, ambos nos posicionamos de cara a La Alcazaba. Parece como si quisieran conducirnos por el camino de hablar sobre el exquisito paisaje que nos envuelve ¡Cuanta grandeza! me espeta mientras doy mi primer sorbo al café. Disfrutémoslo amigo Manolo, al menos mientras no se sabe qué pueda interponerse en tan alucinante visión.
Y a partir de ese momento y durante algo más de una hora hablamos sin cesar, como un torbellino que todo lo mezcla, del pasado en positivo, del futuro insospechado y del extraño presente. Se mezclan las frases pero con la lógica de ideas que se comparten, incluso en la aceptación de la discrepancia.
Qué trascendencia tiene sobrevivir a ocho décadas con la mente preclara, sin caer en momentos taciturnos e hipocondriacos, como aquel hombre del casino provinciano tan bien retratado por Machado. Manolo no vive preso en la Arcadia del presente, es el elogio vivo de la inquietud.
Sabemos que su dificultad para caminar es efímera, porque aún le queda mucho trecho que deambular por la cultura de su Málaga. Ni siquiera el murmullo de la colmena turística nos evade del sueño de ese auditorio, que tanto anhela, o de cómo crece ese gran bazar de la pintura que hoy avanza hacia la vanguardia de la mano de Eugenia.
Cuantos nombres de grandes autores para el futuro esta horneando la galería que pronto cumplirá los cuarenta años desde su fundación. Sin él, entre unos pocos más, aquella Málaga de los ochenta, mostrenca como la adjetivaron algunos capitalinos, aun seguiría siéndolo sin alcanzar esa alma de gran ciudad. Cuantas experiencias, cuantas sabiduría, cuanta grandeza a la hora de valorar a las personalidades de ayer y de hoy. Un café da para mucho, aunque con Manuel sabe a poco.