Muchos años subiendo a la tarima docente y cada curso sigue siendo un enigma de las formas, conductas y respuestas de sus habitantes, siempre jóvenes pero no siempre iguales. Desde aquellos desencantados de los ochenta hasta las actuales e-generaciones inseparables de sus móviles, pasando por los individualistas contagiados por el yuppismo de los noventa o la diversificación de tribus urbanas o las distintas nacionalidades que se incorporaban también a la universidad enriqueciéndola. En contra de la opinión de muchos colegas docentes, contingentes jóvenes cada vez mejores, que al senescente profesorado cuesta cada vez más comprender, en una brecha que también se abre en la forma de adquirir y trasmitir los conocimientos que tan aceleradamente se producen.
En estos días, a tenor de los acontecimientos internacionales, me viene al recuerdo aquel curso, no recuerdo bien al año, en el que el aula tuvo tal sobrepoblación que incluso los alumnos debían recibir la docencia de pie o sentados en el borde del estrado. Fue un grupo tan diverso que rápidamente se intuían clanes en los que era difícil identificar sus intereses, sus objetivos vitales y sus aspiraciones, y aun más encontrar al líder o lideresa, ya que renunciaban a tener un único representante de la clase. Fácilmente te podías equivocar al juzgarlos por sus indumentarias, como aquellos que vestían con cueros, piercings o tatuajes, y que ahora son unos profesionales de altísima estima. Es la injusticia de los prejuicios.
Me fue muy difícil cogerle el pulso a aquel colectivo, crisol de todo el movimiento que desde fuera impregnaba la necesidad del reconocimiento de la diversidad de identidades por encima de la imposición de una falsa globalización uniformante.
Entre aquella amalgama de voces destacaba una por sus excentricidades, bravuconerías y agresividad, que rozaban siempre la grosería. Durante una práctica de campo Javierito, curiosa casualidad, mientras comíamos a la sombra de unos alcornoques, se deshizo de su camisa, y aprovechando el silencio de la pitanza, comenzó a gritar: corderitos, soy vuestro león, prosiguiendo con una serie de vituperios, mientras saltaba de roca en roca.
Cuando iba a lanzarme para amonestarlo y acallarlo, me detuvo la mejor de las respuestas. El resto de compañeros despreciaron sus alharacas y siguieron a lo suyo. Hicieron bueno el aforismo de que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Viendo la sórdida respuesta de sus condiscípulos Javierito se perdió a través de una aliseda junto al río.
En el autobús de vuelta nadie quiso sentarse junto a él. Al bajarnos solo le dije que se acabó el león, y que a partir de ahora cumpliría la penitencia del desdén y la soledad, hasta ser consciente de que nadie debe sentirse superior. No sé qué fue de Javierito, ni sus compañeros lo recuerdan ni saben nada de lo que el destino le ha deparado.