Hace cinco años la Oficina de la UICN-Med nos encargó un informe acerca de cómo la crisis climática podría incidir en el turismo de la Costa del Sol. Bajo la coordinación de Carla Danelutti y Arnau Teixidor se conformó un equipo integrado por miembros del Instituto de Inteligencia e Innovación Turística y de la Cátedra de Cambio Climático de la UMA, teniendo como pilares fundamentales a Carmen Pérez-Juan, Lucía Prieto y Enrique Navarro.
El informe que recientemente ha visto la luz se basa en una serie de proyecciones de cómo pueden verse alteradas climáticamente las distintas unidades territoriales desde Manilva a Nerja, considerando igualmente esa cornisa de pueblos que bordean a aquellos otros bañados por el mar, y que se caracterizan en algunos casos por tan excelente confort climático que les convierte en objeto del deseo para el futuro próximo.
El informe hace hincapié en muchos de los extremos que pueden poner en peligro nuestra sustanciosa actividad y sobre los límites que hay que poner a un crecimiento determinado por la capacidad de carga dependiente de los recursos básicos, y en especial del agua. Además de aquellos provenientes del aumento en extensión de las olas de calor, de las temperaturas mínimas nocturnas, que provocarán cada vez más noches tropicales y ecuatoriales, y de unas radiaciones ultravioletas cada vez más dañinas por su intensidad entre tantos días despejados. La amenaza está en que sean otros destinos más septentrionales los receptores de una clientela que hoy por hoy encuentran aquí su edén, incluso hasta bien prolongado el otoño.
Me consta como desde el exterior se observa la sequía en el sur de España, y en especial su afección en el sector agrícola del olivo y del aguacate, y con gran interés del turístico. Cuando extraíamos los primeros resultados de aquel informe, la negación del cambio climático era un dogma para algunos, pero aun eran más los que asentándose en la máxima de los períodos cíclicos vaticinaban que esto era lo normal. Mientras la intensidad y magnitud de la sequía meteorológica seguía aumentando.
Una de las paradojas que observamos fue que en el territorio analizado en aquel estudio los metros lineales de piscinas superaban ampliamente a los de nuestro litoral. Cabe deducir que nuestro turismo ya no es de sol y playa, como se ha proclamado tan habitualmente, sino de sol y piscina. Basta con realizar un vuelo virtual en el Google Maps para ver cómo crecen y se multiplican, desde el oeste hacia el este, y muy especialmente ya se prodigan en la Axarquía. Allí la piscina se ha convertido en un marchamo de riqueza y en un suntuoso suplemento turístico, pero también en un grave mal para el ya muy diezmado recurso hídrico. Estamos en el momento decisivo de iniciar ese proceso de ordenación, planificación y adaptación tanto de nuestro entorno como de nuestras actividades, desde nuestras ciudades hasta nuestra industria turística, para no tener que colgar el cartel de ‘no turning back’.