Recorrer el muro de Adriano resulta una de las experiencias arqueológicas más fascinantes de la Antigua Roma. Hacerlo en invierno, entre copos de nieve, espesa niebla y un frío terrible, impresiona todavía más al imaginarse a los legionarios destinados a esta remota frontera noroccidental del Imperio romano, y al preguntarse por los temores que les abordarían, tiritando, mientras miraban hacia las tierras habitadas por las tribus "bárbaras" de Britania.
Si bien el muro fue erigido, como indica su nombre, por Adriano, un princeps de origen hispano que llegó a visitar casi el último rincón imperial, hacia el año 122, coincidiendo con su visita a esta provincia, como otra pequeña pieza del dispositivo romano de defensa y control del limes, lo cierto es que constituye una construcción singular, diferente a cualquier otra —en Germania, el propio Adriano solo fue capaz de levantar una sencilla empalizada respaldada por un foso—. No existieron en otro lugar unas defensas tan elaboradas ni a una escala tan monumental, ni mucho menos se han conservado tantos vestigios arqueológicos.
Pero como explica el historiador británico Adrian Goldsworthy en El muro de Adriano, volumen editado ahora en español por Desperta Ferro con un espectacular aparato gráfico de fotografías e ilustraciones, esta inmensa estructura de 118 kilómetros presenta multitud de incógnitas y muy pocas respuestas definitivas. El historiador, uno de los grandes expertos mundiales en Roma y en el mundo antiguo, recuerda que el muro "no estaba diseñado para afrontar el ataque de un contingente hostil numeroso y resuelto, pues era demasiado largo como para que los defensores pudieran hacerse fuertes en todo su trazado".
Es decir, no fue una muralla con la que se perseguía frenar una hipotética ofensiva de los pictos, una suerte de barrera que separaba la civilización de la barbarie, sino más bien un elemento disuasorio contra los saqueadores y las partidas de pillaje que garantizó la hegemonía militar del Imperio romano. En palabras de Goldsworthy, que combina su excelente manejo de las fuentes con el trabajo de los arqueólogos, "un obstáculo formidable para todo movimiento no autorizado por la región, sin que su presencia constituyera un estorbo para el Ejército romano, que controlaba sus numerosos puntos de paso".
En Britania, a la altura del siglo II d.C., es probable que la guarnición romana alcanzase los 35.000 hombres, contando las tropas auxiliares. Los trabajos de construcción del muro fueron llevados a cabo por destacamentos de tres legiones (la II Augusta, la XX Valeria Victrix y la VI Victrix), que en ese momento suponían una décima parte del poderío militar imperial. Algunas de estas subunidades conmemoraron sus encargos, entre los que además se contabilizaron torres de vigilancia y fortines miliares, con sencillas inscripciones: "La centuria de Cecilio Próculo, de la quinta cohorte, construyó esto", reza una de ellas.
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La estructura defensiva no se erigió por secciones, sino que distintos equipos emprendieron los trabajos de forma simultánea en diferentes ubicaciones a lo largo del trazado. La parte occidental se hizo con tierra, madera y tepe, como la levantada por Julio César para asediar la ciudad gala de Alesia, mientras que hacia el este adquirió el aspecto de una muralla de piedra.
Junto al muro se construyeron quince fuertes, distanciados entre sí unos 11-12 kilómetros. Aunque diseñados para alojar a las tropas y probablemente a sus familias —en el sensacional yacimiento de Vindolanda se han hallado entre los juncos y la paja que alfombraban los barracones objetos asociados a civiles, como zapatos—, disponían de graneros, termas e incluso un hospital. Tras la práctica totalidad del muro se añadió el Vallum, un dispositivo de unos 35 metros formado por un foso con una anchura máxima de seis metros y con montículos a cada uno de sus lados que conformaba un obstáculo tan impenetrable como la propia fortificación.
Pero retornando a esa postal imaginada del principio, lo más interesante de la obra de Goldsworthy, un extraordinario estudio sobre la frontera imperial romana con su habitual capacidad divulgativa, se descubre en los capítulos dedicados a la vida en el muro. En los vici, los asentamientos extramuros situados junto a los fuertes, había tabernas donde los legionarios podían comer y beber, jugar a juegos de tablero, apostar y contratar los servicios de prostitutas. Las excavaciones en Housesteads han sacado a la luz dados trucados, vestigios de la fabricación de monedas falsas y hasta un asesinato: una pareja de ancianos que fue enterrada y ocultada bajo el suelo de una casa.
En base a los restos de fauna, el historiador reconstruye la dieta de los soldados, que se apelotonaban en barracones diseñados para alojar a toda una centuria (80 hombres), aunque sin catres suficientes para todos, o sus actividades diarias.
Entre las individuales se contabilizaba mantener la forma física, mejorar su lanzamiento de jabalinas o la puntería con el arco y la ballesta, actualizar los registros de las soldadas, la expedición de equipos y las raciones, reparar armas, tiendas y todo tipo de pertrechos, ejercitar a los caballos -los que no disponían de esclavos, los llamados galearii o "portadores de casco"-, realizar trabajos de mantenimiento de los fuertes y el propio muro o limpiar letrinas. Los legionarios, además, llevaban a cabo entrenamientos colectivos de largas marchas, excavación de zanjas, construcción de campamentos temporales y simulaciones de batallas.
Al final, Goldsworthy incluye un pequeño capítulo con consejos para visitar el muro, que abarca desde el golfo de Solway hasta el estuario del río Tyne. Sin embargo, una de las panorámicas más celebres, el Sycamore Gap, que incluso aparece en el Robin Hood: el príncipe de los ladrones (1991) protagonizado por Kevin Costner, se perdió hace tan solo unos días. Un adolescente estúpido taló con una motosierra el icónico arce sicómoro de más de doscientos años de antigüedad. A este paso, el hombre del siglo XXI va a ser más peligroso para el muro de Adriano que los temibles bárbaros.