En 1765 llegaron inquietantes noticias del norte del virreinato de Nueva España. Además de los conflictos con los apaches y navajos, los rusos habían logrado cruzar el estrecho de Bering y los británicos amenazaban con asentarse en la costa Pacífica de Canadá. El tiempo apremiaba y las autoridades españolas despacharon varias expediciones hacia la infinita taiga de Alaska y Canadá, cartografiando sus costas y asentando pequeñas guarniciones entre el hielo y la hostilidad de los nativos.
Desde que en 1513,un corpulento extremeño llamado Núñez de Balboa clavó una cruz reclamando la propiedad del océano Pacífico en nombre de la Corona española, el interés de la monarquía por controlar sus costas fue en aumento. Doscientos años después de este descubrimiento, el Imperio español estaba en su apogeo territorial. Con presencia en cuatro continentes, su último estertor lo dedicó a intentar controlar la lejana bahía de Nutka, amenazada por rusos, acosada por británicos y poblada por los mowachahats.
De la presencia española en aquellas costas, más allá de los 60º norte, sólo quedan los nombres de los accidentes geográficos y de dos pequeñas ciudades costeras llamadas Cordova (sic) y Puerto Valdez gracias a la expedición de 1790 capitaneada por el leridano Salvador Fidalgo: el marino que desplazó las fronteras del Imperio español más allá de la bahía de Nutka.
Expedición a Alaska
En 1789 llegó a Veracruz el nuevo virrey de Nueva España Juan Vicente de Güemes. Enterado de que la amenaza rusa y británica en el norte persistía, reclutó a cinco jóvenes oficiales recién salidos de la Academia Naval de San Fernando, en Cádiz, entre ellos Fidalgo, nacido en 1756 en la fronteriza localidad catalana de Seo de Urgell.
Al poco de llegar a México, recibió órdenes de comandar el buque San Carlos fondeado en el puerto de San Blas y desde ahí recorrer casi 4.000 kilómetros rumbo norte hacia las hiperbóreas tierras de la bahía de San Lorenzo, conocida por expediciones anteriores, con la misión de localizar los asentamientos rusos.
Después de una impetuosa tormenta que rompió los nervios de la dotación, la expedición llegó a las islas del príncipe Guillermo. Fidalgo, “incapaz de ver a ningún ruso, llena su diario con descripciones detalladas sobre el carácter y el genio de los nativos de Prince William Sound. Representa sus costumbres, fisonomía, alimentos y hábitos alimentarios junto a sus bahías y ensenadas con la imponente vista de las montañas circundantes”, explica Arsenio Rey Tejerina, de la Universidad de Alaska Anchorage, en un artículo dedicado a la presencia española en Alaska.
Estos nativos, que ya conocían a los europeos de anteriores tratos con comerciantes de pieles, observaron con gran curiosidad un extraño ritual español que jamás habían visto. Con gran estrépito de tambores, cornetas y demás parafernalia, los hombres de Fidalgo entonaron un atronador Te Deum tomando posesión de aquel puerto natural en nombre del rey de España, Carlos IV, bautizando la ensenada como Puerto Cordova.
Para que quedase constancia, levantaron una inmensa cruz fabricada con la madera del árbol más grande que pudieron encontrar. Dispuestos a navegar todavía más al norte, avistaron una ensenada donde les sorprendió el majestuoso desfile de varias orcas que agitaron las aguas alrededor del San Carlos, motivo por el que más adelante bautizaron como de las Orcas a una bahía ignota.
Y así transcurrió todo el verano de 1790 para aquel marinero: bautizando y tomando posesión de cada recoveco geográfico que halló en las islas del príncipe Guillermo, reservándose incluso el honor de dar nombre a un volcán.
Confín del mundo
Entre este rosario de topónimos asignados por Fidalgo prosperó el de Puerto Valdez. Bautizada la bahía el 15 de junio de 1790 con un nuevo despliegue de fanfarria protocolaria, tuvo que esperar a sus primeros habitantes durante más de un siglo.
A finales del siglo XIX, estos fueron codiciosos buscadores de oro estadounidenses que pretendían hacerse ricos con las minas de Alaska, cosa que no sucedió. Entre el frío y el escorbuto, decenas de aventureros murieron hasta que Puerto Valdez, a 480 kilómetros de la capital Anchorage, comenzó a estabilizarse de forma tímida en 1910 gracias a la construcción de una autopista. En 1964, 32 personas fueron engullidas por las gélidas aguas del Pacífico norte cuando un terremoto destrozó el puerto. Tres años después, la población se trasladó 6 kilómetros hacia el oeste y allí despegó de manera definitiva en la década de 1970 gracias a la construcción del oleoducto trans-Alaska
Volviendo a 1790, alejado del oro negro que hizo florecer Puerto Valdez, Fidalgo, con su tripulación intacta y respetada por el escorbuto, se encontró de frente con varios fortines rusos diseminados en la costa. Dedicados al comercio de pieles de nutria y a la caza de ballenas, llevaban asentados ahí para una compañía de San Petersburgo desde hacía tres años.
Empujando unos hacia el este y otros hacia el oeste, ambas naciones en extremos opuestos de Europa acababan de encontrarse en el otro extremo del mundo y, en una Alaska salvaje sumida en un inmenso vacío legal, guardaron las formas de cortesía. Al fin y al cabo San Petersburgo y Madrid no estaban en guerra... de momento.
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Cumpliendo órdenes, un cansino Fidalgo, tras documentar todos los asentamientos rusos que pudo, desembarcó a su tropa y, ante las narices de una atónita y reducida guarnición eslava en Alexandrovsk, volvió a reclamar la zona en nombre del rey Carlos IV sin que los rusos se pronunciaran al respecto, temerosos de la superioridad numérica hispana.
De poco sirvió el rosario de bautizos y nombres hispanos dejados por el marino catalán, que regresó a México después de nueve meses de viaje. Durante su estancia, España acababa de firmar la primera Convención de Nutka renunciando a sus reivindicaciones sobre el Pacífico norte de forma definitiva en 1794. Poco más de 30 años después de su apogeo territorial, la América española se independizaría con la excepción de Cuba y Puerto Rico.