Delante de la imponente vitrina del Museo Arqueológico Nacional donde se expone el tesoro de Guarrazar, José Soto Chica (Santa Fe, Granada, 1971) recuerda que la última vez que vio las hipnotizantes joyas de época visigoda fue cuando tenía 23 años. Pero el exmilitar de profesión, ciego desde poco tiempo después por culpa de una mina que detonó durante unas maniobras explosivas y convertido hoy en día en uno de los historiadores especializados en la Antigüedad tardía más activos y originales de nuestro país, describe las coronas votivas y los dos brazos de una cruz procesional de oro y gemas como si las estuviese pintando.
Este famoso conjunto, con una azarosa peripecia marcada por el expolio, esconde, según Soto Chica, una historia circular que marca "el comienzo, el apogeo y el final del reino visigodo". La cruz, que en su interior habría conservado un fragmento de la Vera Cruz, sería la que el papa Gregorio Magno envió al rey Recaredo tras el triunfo de la fe nicena en Hispania sobre el arrianismo, inspirada en un regalo similar que el emperador Justino II había hecho al pontífice de Roma en 569.
Y fue precisamente en ese año cuando Leovigildo, el vasto personaje que el investigador aborda en su nuevo libro, editado por Desperta Ferro, se presentó en Toledo, se casó con la monarca viuda Gosvinta y se convirtió en el "rey de los hispanos", como lo denominó el historiador franco Gregorio de Tours. Es el reinado de este gobernante implacable y agresivo con el que se supera el caos, la zozobra y la fragmentación que imperaban en la Península Ibérica y el que explica la aparición de las coronas áureas de Guarrazar: su gran deseo fue imitar al Imperio romano, y por eso fue el primero de los godos en adoptar las insignias del poder imperial y en sentarse en un trono.
"Sueña con recrear la Roma que dominaba el Mediterráneo aquí", añade Soto Chica. "Por eso crea Recópolis, que es un remedo minúsculo de Constantinopla. Quiere ser un emperador romano en Toledo aunque no tuviese el poder y usa el manto, el cetro y una diadema ornamentada con piedras preciosas".
"Pero este es en verdad Leovigildo", añade el doctor en Historia Medieval ahora señalando otra vitrina cercana en la que se exhibe la hoja de una espada de hierro de doble filo con su vaina de cuero y madera descubierta en una tumba de la necrópolis visigoda de Castiltierra, en Segovia. "Brilla menos y es menos hermosa y espectacular que la corona de Recesvinto, pero esto fue lo que forjó la Hispania visigoda". El violento e invencible señor de la guerra encabezó personalmente en trece ocasiones a sus guerreros y se pasó la mayor parte de su reinado (569-586) cabalgando y esgrimiendo un metal. Solo hubo un año que no emprendiese aventuras bélicas.
[La batalla que "cambió el destino de Hispania" no tuvo lugar donde se creía]
Su sucesor, su hijo Recaredo, se encargó de culminar la obra de la que emergería la primera potencia del Occidente europeo: la unificación de hispanorromanos, godos y suevos en un único reino que sobrevivió hasta el año 711, precisamente el momento en el que el tesoro de Guarrazar, un centro de culto muy importante y cercano a la capital, fue ocultado bajo tierra ante el imparable avance de las tropas árabes.
Su gran enemiga
Desde su infancia, marcada por la hambruna, la peste bubónica, el cambio climático y las derrotas y migraciones de su pueblo, Leovigildo se erigió en un "implacable superviviente". Pese a todos sus logros, se trata de un personaje con una funesta reputación —"Mató a todos los que acostumbran a asesinar a los reyes sin dejar de ellos a ninguno que orinase contra la pared", narra Gregorio de Tours—, principalmente porque era arriano y las crónicas cristianas lo definen como un hereje.
"Contemporáneos como san Isidoro no termina de demonizarlo, no podían negar su carácter fundador de algo nuevo", desgrana el también autor de Los visigodos (2020) e Imperios y bárbaros (2019). "Leovigildo es el fundador del reino de Hispania, no solo el rey de los godos. Los reinos cristianos posteriores, que justificaban que los árabes hubiesen borrado a los visigodos diciendo que estos eran herejes, aspiraban a recrear ese mundo", zanja sobre una cuestión bastante polémica en los círculos académicos.
Leovigildo. Rey de los hispanos es una biografía avasalladora sobre un figura que acumula crímenes despiadados y loables conquistas, y también sobre una época y un mundo peligrosos en el que solo los más fuertes podían triunfar. A pesar de la escasa información que brindan las fuentes contemporáneas, Soto Chica, maestro en el manejo de las crónicas antiguas, las exprime y enfrenta para sorprender con novedosas hipótesis. Cualquier de sus libros es un rayo de luz sobre un periodo, la Tardoantigüedad, gobernado por la caída de grandes potencias, invasiones, leyendas y profundos cambios sociales. Pero si hay algo que no había hecho hasta ahora era meterse en lo más profundo y oscuro de la mente y el corazón del personaje.
Destaca el historiador que el soberano visigodo fue un hombre que se pasó la vida aplastando conjuras, saqueando ciudades, ordenando matanzas y batallando sin descanso y que, pese a todo, murió en la cama de muerte natural. Leovigildo tuvo en su mujer, la poderosa Gosvinta, posiblemente la responsable de la rebelión del otro hijo del monarca, Hermenegildo, que desató una guerra civil de cinco años, a su mayor rival. "Una de las preguntas fundamentales es por qué no se atrevió a eliminarla", subraya Soto Chica. "Creo que fue por su posición de poder en la corte visigoda y por su habilidad política".
El otro gran interrogante consiste en explicar el extraño motivo por el que Leovigildo, tras derrotar a su primogénito, ordenó ejecutarlo siete u ocho meses después de haberlo derrotado en el campo de batalla. "Fue la decisión de un padre que tiene que matar a uno de sus hijos para que el otro se mantuviese en el poder", resume el historiador sobre la desoladora dicotomía. Pero así fue el monarca visigodo: un hombre violento, duro y cruel.
Al final de la obra, escribe Soto Chica, con su prosa viva y épica, una suerte de epitafio de Leovigildo: "Fue, verdaderamente, el rey de los hispanos. Fue un rey digno de cantares y leyendas. Un hombre de espada y lanza, pero también de ley y cultura. Y sobre todo, fue un hombre que solo se permitió morir tras haber triunfado sobre todos sus enemigos. Un hombre así merece ser recordado". Entonces, ¿por qué no lo es? "Desgraciadamente, España tiene un problema con su historia desde hace tiempo. Tenemos mucha, pero no la hemos digerido, la hemos convertido en arma arrojadiza y en un campo de batalla política", cierra el autor.