Hostio Cuadra fue un ciudadano romano que montó una sala de espejos donde celebrar sus orgías. Reclutaba candidatos de forma pública entre los esclavos, pero estos, cansados de sus abusos, lo asesinaron. Según las normas de la Antigua Roma, si un siervo mataba a su dueño, el resto de esclavos de la casa, niños y adultos, mujeres y hombres, debían ser castigados con la muerte. Pero el princeps Augusto rechazó, de forma sorprendente, ejecutar ese derecho. La ausencia de pudor, su publicidad social al buscar participantes en las termas y la pasividad del personaje, calificado de degenerado sexual, fueron condicionantes más poderosos que una hipotética rebelión de los oprimidos.
Mamerco Escauro, otro ciudadano que llegó a ser cónsul en el año 21 d.C., fue acusado por Tiberio de diversos crímenes y purgado de una forma brutal. De él se decía que era ilustre por su familia y su capacidad en la abogacía, pero "infame por su vida". Séneca cuenta que este hombre recibía con la boca abierta la sangre menstrual de sus esclavas y se jactaba de ello. Además, la maquinaria propagandística imperial lo acusó de adulterio y de prácticas mágicas. El también senador acabaría suicidándose para que los suyos no terminasen pagando las consecuencias.
Ambos casos, que recoge la historiadora Patricia González Gutiérrez en Cvnnvs (Desperta Ferro), muestran el uso político que los escándalos sexuales tenían en la Antigua Roma. Ninguna ley impedía a Mamerco poner la lengua donde quisiera —salvo en una persona libre o en una mujer casada— ni a Hostio violar a sus esclavas o hacer orgías. Pero todos esos comportamientos que desafiaban la moral romana fueron gasolina para provocar rechazo social. Campañas de desprestigio que también se cebaron con el pasivo Julio César por su supuesto affaire durante su juventud con el rey de Bitinia, Marco Antonio, Nerón, Calígula...
"Las fuentes lo que nos cuentan es lo que se sale de la norma", resume la doctora en Historia por la Universidad Complutense y experta en la construcción del género en la Antigüedad. Su nuevo libro — con una artística y explícita portada diseñada por Paula Bonet y cuyo título no necesita traducción— es un viaje al epicentro de la sexualidad romana para enfrentar sus normas y tabúes, sus modelos y contradicciones. "Todavía la idea que tenemos está muy influida por Yo, Claudio o Espartaco. Va siendo hora de deconstruir todos estos mitos", sentencia.
Los principales, dice, son: las "emperatrices putillas" — por citar algunos ejemplos: Julia la Menor, una infiel lujuriosa; Mesalina, una ninfómana irresponsable, una adúltera y prostituta devoradora de hombres; Livia, una malvada madrastra; es decir, los relatos sensacionalistas de Suetonio y compañía— y la Pompeya "degenerada" — así lo dicen los autores clásicos—, cuyas pinturas eróticas desvelan un escenario exagerado sobre la presencia del sexo en el espacio público romano.
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"Para que una mujer aparezca desnuda en un fresco tiene que ser una diosa o una puta. Pompeya es los restos de los burdeles, y qué vas a pintar ahí. Pompeya es Magaluf, tiene un montón de casas de verano pensadas para ir a divertirte, follar y beber con los niños ricos de la alta sociedad. Pero luego te vas a otros sitios como Ostia [el puerto de Roma] y eso no aparece", afirma.
Otro elemento que se suele malinterpretar sobre el mundo romano son los numerosos falos que aparecen por todos lados, desde el muro de Adriano hasta las entradas de las casas. "La mayoría eran amuletos protectores que se usaban contra el mal de ojo, provocado por las mujeres y que se asocia a la envidia. Entonces fueron la mejor protección porque son un arma que se compara con espadas y lanzas", detalla la autora.
Consentimiento y violación
En realidad, la sociedad romana era superpuritana. La castidad y la virtud eran cuestiones fundamentales para su moral. "Cualquier sexo extramatrimonial lo pagaban caro. Una mujer que se acostara con un esclavo podía acabar con la muerte de los dos. Si la pillaban en adulterio, el marido podía matarla, o se quedaba en la miseria social y económica", cuenta la historiadora. Las matronas lucían velo, manga larga, una estola encima de la túnica... "Las mujeres iban prácticamente con burka por la calle, como se te viera un tobillo era eximente para que te acosaran. Es decir, era más parecido a Afganistán o al pueblo de Soria en los años 20 con la señora cubierta", asegura.
El libro de Patricia González es una encadenación de hallazgos: los romanos consideraban muy sospechosas las muestras de afecto en público, casi como un síntoma de lujuria e irracionalidad. Catón el Viejo, en el siglo II a.C., llegó a expulsar del Senado a un hombre, un tal Manilo, por haberse atrevido a besar a su esposa a la luz del día y a la vista de su hija. Una anécdota, no obstante, a la que no habría que otorgarle condición de norma. "El consentimiento no existía, la domesticación de la mujer era normal", recuerda la investigadora. "La normatividad sexual era una cuestión de derechos y jerarquías, mucho más que de deseo o elección". A las niñas las casaban a los 12 años.
La también autora de Soror, un excelente ensayo donde ahondaba en la historia de la Antigua Roma a través de los ojos de la población femenina, presenta numerosos casos de violencia de género, como el de una mujer cuyos familiares escribieron en su lápida que el marido la mató tirándola al Tíber. "Que lo pongan es porque no consiguieron justicia", intuye la autora. "Los pocos casos que tenemos de castigos a un marido por matar a su esposa son por enemistades políticas". La violencia sexual hacia las mujeres fue una constante en Roma, y cada cambio de época —política o simbólica— empieza con una violación: Rea Silva, madre de Rómulo y Remo, las sabinas, Lucrecia, Virginia...
Pero violar en la mentalidad romana era un hecho mucho más ambiguo de lo que pensamos hoy en día. "Cátulo cuenta que un pretor a quien servía le obligó a hacerle una felación y no pudo hacer nada, usar a tus esclavos de cuatro años no contaba como violación, y tampoco tener sexo con tu mujer sin preguntarle solo porque tenías derecho", enumera González, que aborda además otros aspectos como la presencia de los juguetes sexuales o las obras eróticas. "En realidad, era peor el adulterio: era peor que tu amigo se enamorara de tu esposa y acabaran teniendo un affaire que se la tirara en una esquina".
En Roma, además, podía escaparse al género. A un tal Genucio, un sacerdote de Cibeles, se le retiró una herencia porque se consideró que no era ni hombre ni mujer. El emperador Heliogábalo, según las siempre controvertidas fuentes, tuvo el deseo de castrarse y fabricarse médicamente una vagina. "Se ha exagerado porque al final es una crítica por actuar como alguien feminizado, pero es evidente que Heliogábalo no tenía una masculinidad normativa, tanto por su aspecto oriental con sus pantalones de colorines como por haberse casado con dos hombres. Pero lo importante no es él, sino que para los romanos era algo asumible que alguien quisiera fluir", cierra la experta.