Habían pasado menos de 24 horas desde que una bofetada se convirtiera en más famosa que la de Glenn Ford a Rita Highworth en Gilda. Menos de un día desde que otro actor abofeteara a un compañero de profesión. Tiempo suficiente para guardar la vergüenza en la memoria, por más que de vergüenzas no andamos precisamente faltos.
Había pasado menos de un día, y me encontraba en un espacio mágico en el que la sostenibilidad se asimila a la cultura, un lugar que animaba a sincerarse. Se celebraba una cena entre amigos y arte.
Porque el restaurante La Ferretería, en Madrid, es eso; un lugar en el que María Antonia, su dueña, ha hecho literalmente magia, reformando, renovando la ferretería más antigua de la capital en un receptáculo de su colección de arte, en la que pueden contemplarse obras de Eduardo Chillida o de Cristina Iglesias, que cambian de sitio, incluso desaparecen por épocas, en función de temporadas y diría también de capricho de naturaleza viva y sostenible, en la medida que se trata de mantener obra y colección y además mostrarlas, con ánimo de compartir cultura.
Entre colegas y amigos celebrábamos eso, arte y amistad, de la mano de uno de esos puntos calientes sostenibles de nuestro país, Abadía Retuerta, que cuenta con una interesante y creciente colección de arte, que hace de la sostenibilidad una de sus galas, como ya lo hicieran los monjes establecidos allí en el siglo XII.
Y que trabaja con el propósito del bienestar humano, en el que se incluye ese sentido sostenible que da el propio monasterio, hoy establecimiento del buen placer, así como su huerto, sus vinos y la manera en que un pequeño pueblo de Valladolid, Sardón de Duero, ha saltado al mundo.
Empezábamos a cenar poco menos de 24 horas después de una agresión digna de guion sin serlo, aunque hay quien me asegura que lo era. Y mi amiga Merche, maga organizadora de aquel encuentro, tuvo a bien preguntarme qué significaba para mí la sostenibilidad emocional.
Me dejé llevar por los sentimientos que llevaba acumulados todo el día, para hablar de la bofetada ya famosa de Will Smith a Chris Rock en la gala de los Óscar como la antítesis de la sostenibilidad emocional. La identifiqué más bien con la capacidad de mantener la calma, incluso en esos momentos en los que la ira sale por los poros de una piel fina, toda ella herida por una “broma” de muy mal gusto.
Conté cuánto me había molestado que a lo largo de la jornada más de una persona inteligente me hubiera hablado del caso aduciendo que les había producido risa. Cómo repudiaba que el agresor, que minutos más tarde había recogido su estatuilla como Mejor Actor, por la película El método Williams, hubiera achacado al amor un acto aberrante, teóricamente fruto de la pasión.
Justamente era el mismo argumento de algunos hombres que ejercen la violencia contra las mujeres, llegando a veces al asesinato. Cosas del amor, dicen… Rechacé un acto de violencia, que él mismo dijo horas después que le avergonzaba y que le ha valido salir de la Academia. Con razón. Y me despaché recordando que era un aparente hombre de aparente buen rollo, que yo, lo siento, había dejado de creerme.
Puede que él esté por encima de ello. Puede. Pero precisamente ese momento de rabia exhibido ante millones de personas que lo habrían visto en directo, más esos otros millones que lo hemos reproducido, puede que una y otra vez, en formato digital y en diferido, era la negación de esa sostenibilidad emocional por la que me preguntaban.
La responsabilidad del personaje público es grande. Puede que Smith sea una gran persona. Pero carece de esa sostenibilidad emocional tan necesaria en un momento en que requerimos mayor conexión con nosotros mismos, logrando la paz por diferentes métodos, como dije en la cena, con una visión de una vida que ya nos ha demostrado en los dos últimos años que es capaz de sorprender con nocturnidad y alevosía, provocando crisis sanitarias, crisis económicas, guerras…
Y era ahí donde quería llegar, a la guerra. Porque aquella noche se contaban 30 días desde que Putin –que no Rusia– decidiera invadir Ucrania y poner en situación de guerra al mundo. He de confesar mi tristeza, mi pesar y desazón, que sé muy compartida.
Lo que no sabía es que la violencia no contenida, la ira, la soberbia de Smith me llevaría a pensar que si un ser humano es capaz de cometer un acto como el suyo, de qué no es capaz un ser, que no calificaré, como el presidente ruso.
Y la pregunta de mi amiga sobre la sostenibilidad emocional me llevó por otros rincones de la sostenibilidad en general, que no puede perder su importancia por más que la economía de guerra nos acucie. Sería uno de los errores más graves como humanidad y al mismo tiempo otra batalla ganada y esta sí contra el mundo, contra su población, contra su desarrollo.
Por más que desde hace dos años estén dando leña al mono como si fuera de plástico –como si fuéramos de plástico–, el cambio de era, el cambio de modelo de consumo, las empresas honestas, con propósito, la transición hacia las energías renovables… nada de eso puede esperar. No podemos esperar. Y es más claro que nunca que es un ahora o nunca.