Andaba enredando por la cocina, comiendo tarde. Es lo que tiene el buen domingo, que conlleva retraso. La tele de fondo. En mi casa, si estoy sola, suelo ignorarla. Y lo estaba. Pero aquel domingo era especial, porque se jugaba la final del Mundial de fútbol y siquiera por curiosidad (puede que malsana) deseaba conocer de primera mano el resultado y sus circunstancias.
Estaba de espaldas, ya digo, aún casi ajena, me atrevería a insistir. De pronto, me sorprendió la voz del comentarista y se me erizó el cuerpo. Más que la voz sus palabras, que no narraban todavía un partido que no había puesto en marcha el contador. Solo advertía que se acababa el Mundial de las desigualdades, el de la conculcación de los derechos humanos.
Y recordaba la vergüenza a la que había asistido el mundo, desde mi punto de vista, con pocas reacciones. Solo denunciaba lo que todos sabíamos y obviábamos. Y reclamaba en forma de deseo que dentro de cuatro años por fin todos fuéramos iguales.
¿Iguales? Y yo también me puse de perfil. De medio perfil. Porque vi el partido, pero tenía que trabajar, y como soy hiperactiva no tratada, por un ojo miraba al televisor y por el otro me dirigía al ordenador. Al fin y a cabo de perfil; mi visión también contaba como espectadora. Soy, somos seres contradictorios. Denunciamos, pero no queremos renunciar a aquello que nos produce placer, gusto, entretenimiento.
Con el Mundial de fútbol primero pudo el dinero, así visto en macro y desde la perspectiva de los protagonistas. Y luego se impuso el espectáculo. Además del dinero. Un espectáculo internacional, obviando eliminatorios, pero obviando desde luego una situación de violación de derechos tal, que habría sido para fundirse a negro en cada casa, en cada red, en cada perfil social.
[El mundial de la vergüenza: 15.000 muertos por 5.760 minutos de fútbol]
Sabíamos de los supuestos migrantes muertos trabajando para tener listas las instalaciones…, 6.500 según algunos medios, 400 o 500 reconocidos por la organización oficial (incluso así sería una barbaridad). Sabíamos de la discriminación de las mujeres, de la ejercida contra las comunidades LGTBI… Sabíamos de las bolsas con dinero manchando las instituciones europeas que tanta falta nos hacen.
Y sabes qué, decidimos mirar para otro lado y seguir a lo nuestro, como si no fuera con nosotros…, sé incluso de personas honestas, honorables y comprometidas, que viajaron allí, como si el escenario pudiera deslindarse de la escena, y los que no, quien más quien menos, algún partido hemos visto; pudiendo no hacerlo, nos pudo la ocasión irrepetible… como irrepetible era para difundir la denuncia.
No me había enterado aún de que lejos de 'perfilizarse' alguien había dado un paso al frente, más allá de las frases diarias de medios de comunicación o de influencers… denunciando con hechos.
El artista Eugenio Ampudia decidió apoyar a la Asociación pro Derechos Humanos de España a través de una obra visual. Este hombre comprometido se retrató y trabajó con su equipo a velocidades forzadas para acabar su video al tiempo que lo hacía el Mundial. Eugenio realizó Kickin' Rights Cup para dejar claro que las 53.000 patadas que se habían dado a un balón en el campeonato eran 53.000 patadas a la Declaración de Derechos Humanos que este año cumple sus bodas de platino.
Se trataba de llamar la atención. Y lo hizo con imágenes reales de diferentes partidos que iban retocando cada día, sustituyendo el balón por el libro de la Declaración, hasta conseguir la obra que fue incluso objeto informativo de telediario y que se exhibió el pasado día 22 durante la ceremonia de entrega de los premios Derechos Humanos 2022. Yo deseé que Ampudia recibiera uno, lo espero para el siguiente porque es de agradecer que los artistas también sepan en qué lado de la historia situarse.
A Eugenio le conocí personalmente este año, durante el Congreso del Movimiento Tiempo de Arte Slow Art Circuit en Santander y me impresionó entender mejor su arte contado por él mismo, pero especialmente su activismo. Como me impresionó en esta misma línea y en el cierre de Tiempo de Arte en noviembre en Madrid la intervención de dos grandes humanistas que participaron en la jornada El arte como herramienta de paz, celebrada en el Museo Nacional Thyssen Bornemisza.
Aún resuenan diría que en mi cerebro pero sobre todo en mi espíritu frases de la catedrática de Educación Ambiental María Novo, que además de escritora, poeta y pintora es la fundadora de Ecoarte. Hablábamos de paz y ella nos recordó la necesidad de estarlo con el planeta, con la naturaleza.
Nos animó con la idea de que en el peor de los escenarios siempre algo nos reconforta. Nos puso contra las cuerdas recordándonos que estamos ante un suicido colectivo: “Si conocemos los límites del planeta, como los conocemos, por qué no lo respetamos”. Y regaló una frase que es un ladrillo que cae y vuelve a caer cuando medito: “¿Cuánto es suficiente?”.
No menos planchada me dejó la intervención de Federico Mayor Zaragoza, político, poeta, farmacéutico…, como dije, humanista. El que fue director general de la UNESCO entre 1987 y 1999 recordó aquella frase mítica de Albert Camus en La peste: “Los desprecio porque pudiendo hacer tanto hicieron tan poco”.
Pero fue un martillo ideológico sensorial con esas ideas suyas de que nuestro gran compromiso es mirar a los ojos…, porque “en la actualidad hay armas de distracción masiva” o esa otra de que la “Declaración de los Derechos Humanos está ahí para liberar del miedo a la Humanidad”.
Escuchándole, leyendo algunos de sus escritos, tan certeros, me incitó a rebelarme pensando que con él España y los españoles nos habíamos puesto de perfil, bastante absurdos. Y no es por darme con el cilicio con esa costumbre nuestra tan común, pero pensaba que de ser, supongamos, francés, sería de esos intelectuales a los que poco menos que se venera como un patrimonio de humanidad transmitido entre generaciones.