En el mensaje de Carlos Saura, que leyó su viuda Eulalia Ramón durante la gala de los Goya, el cineasta afirmaba: "Me veo a mí mismo reflejado como una estrella errante en la inmensidad del cosmos. Siempre dije que la imaginación es más rápida que la velocidad de la luz".
La emotiva y contenida intervención de sus hijos Antonio y Anna, junto a la propia Lali, realzó estas palabras nada circunstanciales, desvelando preocupaciones no siempre evidentes en las películas salidas de su mano que transitan por otras texturas y registros. Es cierto que tales cuestiones aparecen en los intersticios, pero destacan mejor en los escritos que pudo acometer lejos de la presión de los rodajes. Y en ellos pueden encontrarse indicios muy valiosos de un mundo tan rico y diverso como el suyo, que fue ganando en sabiduría con los años.
Mantuvo con Luis Buñuel una especie de amigable contencioso que bien podría haberse añadido a los debates teológicos de La vía láctea, para la que el realizador calandino designó como continuador a Carlos Saura si él caía enfermo o moría. Luis exaltaba la imaginación como la mayor libertad otorgada a los humanos: "El hombre no es libre –afirmaba–; pero su imaginación, sí". Hasta ahí, Carlos suscribía la propuesta. Sin embargo, cuando el maestro añadía que la imaginación no delinque, puesto que es inocente, Saura empezaba a tener sus dudas.
A Kubrick le gustaban mucho las películas de Saura y quiso que dirigiera los doblajes al español de las suyas
Y surgían sus heterodoxias respecto al Gran Heterodoxo del cine. Le habría gustado descargar a esa facultad humana de cualquier sospecha, pero no tanto como para declararla inocente, concediéndole carta blanca. Le parecía demasiado poderosa, más incluso que la luz, esa materia prima con la que trabajan fotógrafos y cineastas, la constante cuya velocidad rige el universo e irradia desde los astros de donde procedemos y a donde estamos abocados a regresar.
Hace ya muchos años Carlos me aseguró que leía con gusto novelas de ciencia ficción, pero yo desconocía que lo hiciese Buñuel. Fue Saura quien me lo descubrió mientras escribíamos en Toledo el guion de su película Buñuel y la mesa del rey Salomón. Al imaginarnos qué aspecto tendría ese objeto mágico mencionado en el título pensamos en películas futuristas como Metrópolis o en el monolito de 2001, una odisea del espacio. (Buñuel confesaba que se había dedicado al cine por su admiración hacia Fritz Lang y a Kubrick le gustaban mucho las películas de Saura y quiso que dirigiera los doblajes al español de las suyas).
En estas cavilaciones andábamos cuando Carlos recordó una de sus conversaciones con Luis, quien acababa de leer un relato de ciencia ficción que le había cautivado. En él, unos terrícolas se posaban sobre un planeta lejano para encontrarse con unos habitantes que en lugar de prestarles atención parecían dirigirse hacia algo más importante para ellos. Los astronautas seguían a aquella multitud y tras un trecho llegaban hasta el montículo donde estaban crucificando a un hombre, con otro a cada lado…
Eso despejaba muchos prejuicios sobre qué puede pasar por la cabeza de creadores que damos por sabidos. Y serviría para el propio Saura, quien en 2017 abordó algunas de estas cuestiones en su novela Ausencias. En ella un fotógrafo siente que con el clic de su cámara, el parpadeo de las películas al proyectarse o el péndulo de los relojes se establece una réplica de vaivenes tan primordiales como el oleaje de los mares donde brotó la vida, luego emulado por las pulsaciones del corazón. Y que quizá todo ello no sea sino un eco remoto del primer latido cósmico, aquel big bang que dio origen al universo. Estrellas errantes incluidas.
Agustín Sánchez Vidal (Cilleros de la Bastida, 1948) es historiador del cine, ensayista y novelista. Autor de El cine de Carlos Saura (1988) y Luis Buñuel, obra cinematográfica (1984), es coguionista de Buñuel y la mesa del rey Salomón (Carlos Saura, 2001).