A menudo se confunden los progresos tecnológicos, que tan importantes han sido en los últimos cien años, con la idea de civilización. Pero la realidad es que en esos años se han producido destrucciones y muertes sin parangón debido, precisamente, a los progresos tecnológicos. Y debido, también, a falta de progreso en la civilización. En los últimos cien años ha habido un aumento enorme en las posibilidades de información, gracias sobre todo al aumento de los canales que se encargan de difundirla, pero el incremento de información no ha generado un mayor conocimiento, pues cada vez resulta más difícil acertar en lo que hay de verdad, embuste o medias verdades en la información.
El colmo de la confusión está en la sensación que todo el mundo tiene de haber llegado a la condición de sabio gracias al uso de un aparatito rectangular que solo con pulsar algunas teclas suministra inabarcable información sobre geografía, economía, literatura, idiomas, política, ropa, comida y los más variopintos asuntos. Si se da el caso de que se nos pierde o se nos olvida el aparatito, entonces –¡horror!– nos convertimos en ignorantes redondos e integrales.
Solo se sabe de verdad lo que se atesora en la memoria, y la memoria solo se enriquece cuando uno da vueltas a las cosas. Ese dar vueltas es lo mismo que meditarlas de forma sistemática y combinatoria. De ese modo la estructura blanda de nuestro aparato neuronal hace en buena medida innecesario el aparatito mecánico.
El colmo de la confusión está en la sensación que todo el mundo tiene de haber llegado a la condición de sabio gracias al uso de un aparatito rectangular que con pulsar algunas teclas suministra inabarcable información
Pero esos progresos neuronales, digo mentales, no bastan para hacernos seres civilizados, seres capaces de superar el gran espejismo en que vive el hombre de nuestro tiempo. La civilización, ese es el tema fundamental. A él he dedicado mi último libro, El eclipse de la civilización. ¿Cómo he abordado tan espinoso tema? He evitado convertirme en teórico de la civilización y de su eclipse.
Lo que he hecho ha sido elegir seis figuras históricas, tres como representativas de la civilización y otras tres como abanderadas de su eclipse. Las tres primeras son Cicerón, Séneca y San Pablo; las tres del eclipse, Mahoma, Marx y Hitler. No he elaborado un ensayo sobre sus doctrinas. Me he limitado a relatar sus vidas y, sobre todo, a recoger en forma de citas literales lo que esos autores han escrito sobre temas tan fundamentales para llevar una vida civilizada como son el individuo y la sociedad, la vida y la muerte, la ley y el Estado, la riqueza y la pobreza, la libertad y la igualdad, Dios y la religión, y un largo etcétera.
Así el lector de El eclipse de la civilización podrá ver con sus ojos y oír con sus oídos lo que se debe entender por civilización y por su eclipse. Mi aportación más personal es la distinción que hago, en el capítulo final, entre éticocracia y tiranocracia. O sea, entre una forma de Estado y de Gobierno que se basa en valores fundamentales de civilización, y la forma de Estado y de Gobierno que se apoya en el rechazo a esos valores.
El gran espejismo a que me he referido al inicio de este artículo culmina, políticamente, en el uso que se da de la palabra democracia. La historia nos demuestra que, con ese nombre, y sobre todo con el de “democracias populares”, se han titulado regímenes totalitarios, como fueron los de los Estados que, tras la Segunda Guerra Mundial, cayeron bajo la tiranía de la Unión Soviética o como son los que –es el caso de Irán– se rigen por la ley islámica.
Si queremos de verdad civilizarnos debemos dedicarnos, sobre todo, a las tecnologías psico-mentales, poner un límite al uso de las electromecánicas, y llevar a la vida los valores que sostienen la civilización.
Ignacio Gómez de Liaño (Madrid, 1946) es escritor, filósofo y traductor. Su último libro es El eclipse de la civilización (La Esfera de los Libros, 2023).