En un número monográfico de la revista Debats sobre “La muerte (incierta) del libro y su cultura”, que apareció el año 2000, Umberto Eco distinguió dos tipos de libros: para leer y para consultar. Los primeros permanecerían pese a la revolución digital, y no sólo en literatura, sino en cualquier circunstancia en la cual haya que leer algo cuidadosamente. Respecto a los segundos, como las enciclopedias, pronosticó que tenderían a desaparecer, porque el hipertexto facilita la consulta de documentos. Entonces no existía la Wikipedia y Google acababa de nacer.
En aquel monográfico, coordinado por Adolfo Plasencia, también se publicó el discurso que pronunció Günter Grass al recibir el Premio Príncipe de Asturias: “el libro volverá a ser subversivo” –afirmó–. Por mi parte, evoqué el proyecto leibniciano de la Característica Universal, que ha sido realizado a principios del siglo XXI mediante un nuevo tipo de escritura que parece universal: la digitalización de palabras, signos, sonidos, imágenes, galaxias, movimientos e incluso sensaciones olfativas, gustativas y táctiles. Todavía no se venden libros electrónicos de sabores y olores, pero existen. Llegarán los tecno-sentidos interconectados. La revolución digital está en su fase audiovisual.
Todavía no se venden libros electrónicos de sabores y olores, pero existen. Llegarán los tecnosentidos interconectados
El proyecto genoma humano consiguió leer los genes, escribirlos y recombinarlos. La biología sintética recrea especies desaparecidas e inventa nuevas formas de vida. Sin embargo, no consigue crear medios ambientes materiales, es decir: tecno-naturalezas. No es tan fácil. Los ecosistemas son mucho más complejos que los átomos y las moléculas: conllevan interacciones biodiversas entre agentes múltiples. Valgan las actuales vacunas anti-COVID-19 como ejemplo del poderío de la tecno-escritura genética, pero también de sus límites: cada organismo reacciona de manera diferente a los virus y a las vacunas, conforme al principio de los indiscernibles. La Característica Universal es individual.
Es preciso distinguir entre genes y tecnogenes, libros y tecnolibros, personas y tecnopersonas. Estas últimas están conformadas por los datos digitalizados de lo que hacemos en las redes, e incluso en las calles vigiladas (Zuboff). Las tecnopersonas no son organismos, sino sistemas de datos binarios que están comprimidos en gigantescos centros de datos, llamados “Nubes digitales”. El coste energético de las “nubes” es monumental. Valgan Google, Apple, Facebook y Weibo como ejemplo. Sus “nubes” son enormes repositorios donde “habitan” millones de tecnopersonas que han surgido conforme tecleamos en los móviles o consultamos las webs, dejando rastro digital de cuanto hacemos.
Esos tecno-libros personales, nuestros datos, no son aptos para la lectura, sino para el procesamiento algorítmico mediante el buscador de turno. Nuestras vidas online (tecnovidas) están conformadas por los datos que generamos al operar con los dispositivos digitales. Las empresas y los gobiernos pagan mucho por tener esos datos. Los “Señores de las Nubes” han generado auténticos emporios, sobre todo durante la pandemia, cuando las personas quedamos confinadas y nuestra vida social transcurrió entre pantallas. Habitamos las pantallas, como dicen Sherry Turkle y Remedios Zafra.
Pero lo subversivo son la vida y los libros, no los datos. La corporeidad no está “en las nubes”, sino encarnada. Los libros se tocan. La lectura reflexiva es un acto íntimo que pone en cuestión la identidad de cada cual. Las redes sociales, en cambio, ratifican opiniones colectivas: trending topics y followers. Los libros aportan sorpresas: mundos ajenos al propio, donde se sumergen quienes leen. Las redes sociales son gratificantes, los libros preocupantes.
Nadie puede leer dos mil libros –escribió Jorge Luis Borges–. Y añadió: además, no importa leer, sino releer.
Javier Echeverría (Pamplona, 1948) es filósofo de la Ciencia y la Tecnología. Catedrático de la UPV y premio Nacional de Ensayo, es autor de 'El arte de innovar' (Plaza y Valdés, 2017).