Lo recordaba semanas atrás, desde este mismo lugar: Giuseppe di Lampedusa falleció en 1957 sin haber conseguido publicar El Gatopardo, su primera y única novela. No es difícil imaginar la amargura que hubo de producirle, en los últimos meses de su vida, el reiterado rechazo de las editoriales a las que envió el manuscrito. Tampoco es difícil imaginar la pena de su viuda cuando, transcurridos siete meses desde la muerte de Lampedusa, recibió una llamada de la editorial Feltrinelli informándola de que estaba muy interesada en publicar la novela.
Para colmo, El Gatopardo constituyó un éxito inaudito: cincuenta y dos ediciones en poco más de un año, el premio Strega (el más importante de Italia, en el campo de la narrativa) y un apasionado debate en la prensa italiana a cuenta no sólo de los méritos literarios del libro sino también de la imagen que proyectaba de Sicilia.
Un caso semejante al de Lampedusa, pero mucho más dramático, lo brinda John Kennedy Toole y su novela La conjura de los necios, publicada también póstumamente, en 1980, once años después de que su autor se suicidara en 1969, desesperado por el rechazo de la editorial Simon & Schuster.
En este caso, fue la perseverancia de su madre la que consiguió que finalmente se publicara la novela, que –como El Gatopardo– constituyó un fenómeno de ventas internacional, y obtuvo aquel mismo año el prestigioso premio Pulitzer.
No son muy frecuentes casos como estos. Lo son, en muchísima mayor proporción, los de escritores que mueren sin publicar ninguna de sus obras, un temor que rondó durante años a Roberto Bolaño. De hecho, la obra de Bolaño tematiza recurrentemente –convirtiéndolo en metáfora del destino que aguarda a la literatura misma– el destino trágico de los “escritores perdidos”, de los libros perdidos.
No es difícil imaginar la amargura que hubo de producir a Lampedusa, en sus últimos meses, el reiterado rechazo de las editoriales a las que envió el manuscrito
Por un lado está el caudal infinito de las obras que permanecen inéditas, acumulándose en cajones o discos duros. Y luego están –y en ellas pienso ahora– las obras que no llegaron a ser escritas porque el fracaso en sus expectativas de publicar abortó el impulso creativo de sus potenciales autores.
Pues está el escritor torrencial que, a despecho de no conseguir publicar, o de ni siquiera intentarlo, persevera en su escritura, por cuanto ella misma constituye para él una finalidad, una vía de esclarecimiento o de catarsis.
Y está el escritor que aspira a ser escritor. Aquel para el que la publicación constituye un objetivo no sólo deseable, sino imprescindible para seguir escribiendo, por cuanto necesita del refrendo de los lectores –cuando no de la crítica– para reconocerse a sí mismo como eso: como escritor. Ya no se trata en este caso de la escritura propiamente dicha, sino de la literatura. Se trata de ingresar o no en el campo magnético de esta institución, por virtud de la cual lo que uno escribe adquiere, a ojos de sí mismo, una distinta objetividad.
Apena pensar que libros como El Gatopardo o La conjura de los necios permanecieran inéditos. Pero no resulta menos penoso pensar en las novelas que sus dos autores hubieran escrito de haber recibido el impulso de la publicación. Lampedusa fue un escritor tardío: difícilmente hubiera producido mucho más. Pero Kennedy Toole tenía sólo 32 años cuando se suicidó, alcoholizado y profundamente deprimido por el sentimiento de fracaso.
Por grande que sea el escepticismo que uno alimente respecto al campo literario, respecto a la fama, respecto a la crítica e incluso los lectores, el publicar o dejar de hacerlo constituye una frontera, un cambio de rasante en la percepción que uno adquiere de su propia escritura. Que esta frontera se haga cada vez más difusa no deja de ser uno de los grandes cambios que no cesan de sacudir y transformar a la institución literaria.