Novela y cocina
En uno de sus apuntes, siempre asombrosos, Walter Benjamin dice que "si existe una musa de la novela, ésta lleva el emblema de la cocinera". El argumento que lo conduce a tan insólita afirmación es que "la novela eleva al mundo desde el estado crudo para fabricar de él lo comestible, para darle sabor".
No se impacienten, todo tiene una explicación.
Benjamin comienza por observar que no todos los libros se leen de la misma manera. "Las novelas, por ejemplo, están para ser devoradas. No se trata de identificación. El lector no se pone en el lugar del héroe, sino que incorpora lo que a éste le pasa". Y aquí Benjamin pone el ejemplo de un plato bien aderezado y con apetitosa guarnición.
Lo bueno llega ahora: "Existe, es cierto, un régimen crudo de la experiencia -igual como existe un régimen crudo del estómago-, a saber: las experiencias en carne propia. Pero el arte de la novela, al igual que el arte culinario, comienza más allá del producto crudo. ¡Cuantas sustancias nutritivas sientan mal cuando se consumen crudas! De modo semejante, ¡cuántos acontecimientos hay acerca de los cuales es aconsejable leer, pero no vivirlos en carne propia!".
Se me ha antojado siempre muy sugerente esta peregrina asociación entre dieta y lectura, entre el arte de la novela y el arte culinario. Parece evidente, por un lado, que a través de las novelas incorporamos, en efecto, a nuestro conocimiento y a nuestra conciencia, experiencias ajenas que, por muy interesante que nos resulte su relato, de ningún modo quisiéramos vivir directamente. Y no se trata únicamente de los acontecimientos en sí. Está claro que nadie, o a muy pocos, le resulta atractiva la idea de navegar en un apestoso ballenero durante meses, a la caza de un peligroso cetáceo albino. Gracias a Melville, sin embargo, todos podemos disfrutar de la travesía sin riesgos y sin pesadumbres, y hacernos una idea bastante plausible de las condiciones de vida que entraña y del tipo de circunstancias que lleva aparejadas. Pero no sólo eso: sin necesidad de ponernos en el lugar de Ahab (¡Dios nos libre!), nos abismamos en los demonios de su obsesión y extraemos de ella un importante, tal vez decisivo, aprendizaje.
Cabría hablar a este respecto de cierto canibalismo: devoramos la humanidad de hombres y mujeres cuya sustancia moral, psicológica, ideológica añadimos a la nuestra propia, nutriéndola, contrastándola y enriqueciéndola, al tiempo que ampliamos el espectro de nuestros conocimientos prácticos. Por supuesto que también en esto conviene contar que hay mucho alimento basura, mucha comida rápida que sólo añade colesterol y azúcares a nuestro organismo espiritual, no es cuestión de explayarse en algo tan evidente.
Pero me interesa ahora esa idea de "un régimen crudo de la experiencia". Ya no se trata aquí de experiencias vicarias, de vivir por medio o a través de otros. Se trata más bien de que las condiciones de nuestra propia vida, aturdida en buena medida por el trabajo, por las prisas, por la estupidez propia y ambiental, impiden que las experiencias maduren y se conviertan en eso precisamente: en experiencias. Por virtud de algunas novelas, entonces, recuperamos nuestras vivencias y somos capaces de asimilarlas.
Otra cosa es que -puestos a proseguir con esta terminología- se venga detectando de un tiempo a esta parte, en las artes narrativas lo mismo que en la dietética, una afición creciente por lo crudo, vale decir por el consumo de sustancias sin procesar, sin cocinar, sustentado en el prestigio de que viene gozando lo natural, lo "auténtico", prestigio proporcional a la artificiosidad que invade todos los órdenes de nuestra experiencia.
Una tendencia que, por rebuscado que parezca, bien podría analizarse a la luz de las tesis volcadas por Lévi-Strauss en su ensayo sobre Lo crudo y lo cocido (1964) o, más cerca y divulgativamente, por Faustino Cordón en Cocinar hizo al hombre (1979).
Si fuera cierto esto último -y todo invita a pensar que sí, al menos en cierta medida-, cabría completar el paralelismo y postular que, si no la novela, la narración hizo al hombre en cuanto, como dice Benjamin, le hizo digerible su propia experiencia.