Un rey, en el lecho de muerte, da a su hijo unos consejos pensando que pronto le sustituirá en el trono, pero, cuando fallece, se levanta en el país una revolución popular que instaura la república. Los consejos paternos ya no valen en su literalidad, pero, como son tan sabios, el príncipe destronado los interpreta a la luz de la nueva constitución republicana para alcanzar algo más grande que un trono: ser rey de sí mismo.
En esta parábola, el rey moribundo es la Antigüedad grecolatina; el príncipe somos nosotros; y los consejos que el primero confía al segundo son las lecciones de los Antiguos.
Estas lecciones son cuatro. La primera deriva del extraordinario éxito histórico de los clásicos, fundamento de la cultura occidental. Griegos y latinos acuñaron conceptos y categorías, configuraron valores, modelaron estilos de ver y de sentir que alimentan nuestra actual interpretación del mundo. Conocerlos es, pues, conocerse.
La segunda lección recuerda que los Antiguos, además de ser tan influyentes en nuestra historia cultural, están al principio de ella, en su origen. Y lo que está en el origen es originario, cercano a la esencia, la cual se manifiesta con limpia sencillez a la mirada de los pioneros, obligados a poner el primer nombre a las cosas. De ahí que tantas veces la etimología nos revele el oculto y más profundo significado de una palabra, distorsionado por el uso posterior.
Entre Antiguos y Modernos se abre un abismo y nada anterior a la revolución puede ser abrazado sin adaptación previa
La experiencia clásica del mundo posee, pues, un carácter fresco, puro, esencial. La segunda lección lleva de la mano a la tercera: los Antiguos no sólo están al principio, sino que, en algunos aspectos, son los mejores. Es como si la primera vez fue también en muchos aspectos la más perfecta. Tragedia, lírica, historiografía, filosofía, escultura, arquitectura, derecho: en estas materias y otras los clásicos han podido ser igualados después, no superados. Homero no sólo es el creador de la epopeya europea, sino su culminación.
Finalmente, la cuarta y última lección trasciende el dato histórico y se eleva a la forma. Cuando en conversación con Eckermann Goethe contrapuso clasicismo y romanticismo –el primero asociado a lo sano y el segundo a lo enfermo–, ambos términos no designan ya un periodo histórico, sino una categoría cultural invariable. Clásico es, desde entonces, una categoría abstracta que se refiere a aquella combinación saludable y armoniosa de bienes dotada de carácter normativo, cuya expresión más acabada son precisamente los clásicos grecolatinos.
Estos son, pues, los más influyentes, los más originales, los mejores y la fuente de una tendencia ejemplar de la cultura, aliada con lo más saludable de nuestra naturaleza. Cuatro razones que serían suficientes para cultivarlos con frecuencia.
Sin embargo, hace tres siglos estalló un levantamiento de alcance revolucionario que depuso del trono de la cultura europea a los Antiguos y proclamó la república de la Modernidad. Entre Antiguos y Modernos, para siempre extraños entre sí, se ha abierto un abismo insondable y ya nada anterior a la revolución puede ser abrazado después sin adaptación previa.
Porque el legado clásico en su conjunto está bañado de la cosmovisión colectivista en la que nació, la cual desconoce el valor supremo del sujeto moderno. La soberanía reside ahora, no en ese antiguo cosmos majestuoso, armonioso y eterno, donde lo individual no tenía sustancia y su muerte carecía de seriedad, sino en un problemático yo moral y mortal, que comparte con los ángeles el vuelo de su pensamiento y con los gusanos el suelo de su corrupción material.
Bienvenidos sean los Antiguos, pero lejos de nosotros esa beatería cultural que los ensalza voluntariosamente sin juicio ni discriminación. Tras cuidadoso examen, el sujeto moderno tomará de su glorioso legado tan solo aquello que, en sus actuales circunstancias culturales, le ayude a realizar su más ambiciosa empresa: ser rey de sí mismo.