La ciencia tiene un problema con su objeto: las regularidades de la naturaleza. Reduce los fenómenos a leyes generales y se desentiende del caso atípico. Aplaudo hasta quemarme las manos los avances de la ciencia y me regodeo en las prodigiosas ventajas derivadas de su transferencia tecnológica, pero me atrevo a decir que, hasta cierto punto, la ciencia conoce todo menos lo esencial. Y lo esencial es eso que Simmel llamó ley individual, el ente moral y mortal, cuya tragedia está envuelta en un aura mágica.
La ciencia explica el funcionamiento de las cosas y el de las personas en cuanto cosas, pero no a las personas en cuanto tales. No las mira a los ojos. El doctor pasa consulta y sin dejar de concentrarse en la pantalla del ordenador formula las consabidas preguntas al paciente: nombre, edad, síntomas, precedentes, otras enfermedades, medicación, alergias. Teclea para rellenar la ficha y al cabo le pide que se tumbe en la camilla, donde lo ausculta, lo tantea, le toma el pulso. Vuelve a su mesa con abstraído continente, termina la ficha, redacta el tratamiento, lo imprime y entrega la hoja con un volante para una prueba futura. Se despiden y, cuando se separan, quizá se cruzan la mirada por primera vez.
La medicina se comporta así por buenas razones. La ciencia define protocolos que son resultado de continua investigación especializada y del análisis de incontables ensayos clínicos. En la inmensa mayoría de los casos, síntomas como los observados requieren el diagnóstico y el tratamiento previstos en el protocolo, casi siempre el más indicado para el enfermo. Además, concurre otro factor: la alianza entre la ciencia y el Derecho, otra tipicidad abstracta.
La ciencia sirve para la normalidad de los casos pero deja escapar los raros, y hay que reconocer que la mayoría somos bastante raros
Y es que si al médico, en un arranque de originalidad, se le ocurriese salirse del protocolo, se haría susceptible de millonarias reclamaciones, una responsabilidad de la que se exonera, en cambio, si lo sigue escrupulosamente procurándose una prueba preconstituida semejante a la de los letreros que antes se ponían en los aparcamientos públicos: “La empresa no se hace responsable de los robos que se cometan en este establecimiento”. Dadas las circunstancias, ¿qué motivación anima al médico a mirar al paciente a la cara? La sociedad moderna es tan compleja y tan masificada que para su control y recta administración necesita reglamentaciones, numeraciones, estadísticas, ensayos, leyes, tipicidades. Esto es así y es bueno que lo sea: prefiero infinitas veces la medicina actual que curanderos, sanadores y charlatanes de antaño.
Y, con todo, como no hay progreso sin pérdida, ha caído en desuso eso que solía llamarse el ojo clínico. Era un don de discernimiento de algunos médicos que, asistidos por el tesoro de su experiencia y dotados de una gran intuición para captar lo concreto, les permitía formular diagnósticos certeros, incluso contra las reglas mayoritarias, porque percibían y entendían el halo de singularidad que nimbaba a cada paciente. La ciencia sirve para la normalidad de los casos, pero deja escapar los raros y, bien mirado, hay que reconocer que la mayoría de nosotros somos bastante raros.
De igual manera que cada uno tiene un rostro, tiene también una intimidad, flor que se cierra a los protocolos y se abre en presencia de otra intimidad como la suya. El trato mutuo requiere de ambas partes esa aptitud prudencial y ecuánime para las circunstancias concretas que suele designarse con metáforas de los sentidos: un toque de buen gusto, fino oído para el ritmo del otro, olfato para la oportunidad, indefinible tacto para las situaciones imprevisibles.
Y, por encima de todo, buen ojo: tener vista para grandes elecciones de la vida y ser mirados por quienes elegimos, pues, con la mano en el pecho, admitamos que no hay dicha semejante a la de que el amante o el amigo presten de vez en cuando un rato de atención a nuestra consustancial rareza.