El realismo fotográfico en tiempos de la inteligencia artificial
El debate en torno a la veracidad de las imágenes ha tenido un último repunte con la aparición de la inteligencia artificial. ¿Dónde ha quedado la capacidad de la fotografía de ser reflejo de la realidad?
Salir de la inopia
Joan Fontcuberta
Artista y ensayista. Último libro: HeghDI’ vem ghaH, tu’lu’ Dinosaur (Dalpine, 2023)
El problema no es que la actual hornada de imágenes de apariencia fotográfica generadas por algoritmos se confunda con las fotografías auténticas, que ven con ello menguada su credibilidad como documento. El problema es, en cambio, que hasta ahora hemos estado haciendo del valor probatorio de la fotografía un acto de fe. Instalados tanto tiempo en la inopia, lo que hace en ese aspecto la IA es quitarnos la venda de los ojos y confrontarnos pedagógicamente con nuestra propia ingenuidad.
Las fotografías algorítmicas (nemotipos propone llamarlas Sema D’Acosta, de nemo, nada, sin referente) ya no son hijas de la química y de la luz sino de la computación y de la oscuridad. Y de hecho conviven con nosotros desde hace por lo menos dos décadas, eso sí, restringidas a un ámbito profesional o especializado. La novedad está en su acceso indiscriminado, en la facilidad de su uso y en el refinamiento de su resultado. Hay que agradecer, pues, que proliferen y estén al alcance de todo el mundo porque nos recordarán la necesidad de dudar.
Puede que la nemografía corrobore que toda imagen es inevitablemente una ilusión. Tengo entre manos la reedición de Elogio de la mentira (1928) de Josep Torres Tribó, un pensador de filiación libertaria que murió asesinado en un campo de exterminio nazi. En sintonía con la filosofía de la sospecha, Torres Tribó aboga por una mentira en sentido extramoral, expresión de libertad y antidogmática, que trasciende la mera transcripción de lo real y se manifiesta en el lenguaje y en la creación artística. Las palabras, como las imágenes, no representan el mundo sino que lo reconstruyen con ficciones. Seamos cautos depurando el trecho que va de la mentira extramoral a la mentira inmoral.
Las palabras, como las imágenes, no representan el mundo sino que lo reconstruyen con ficciones. Seamos cautos depurando el trecho que va de la mentira extramoral a la mentira inmoral
Entusiasta de la tecnología, Torres Tribó pronosticaba que, cuando las máquinas suplan a los humanos en las funciones básicas de la vida, alcanzaremos por fin el horizonte que propiciará nuestro pleno desarrollo espiritual. En el futuro incierto proyectado por la IA, ¿tiene cabida todavía una fotografía con valor documental o se convertirá esta en mera ilustración? ¿Reducirá la fotografía su función como testimonio histórico al papel que juegan por ejemplo La rendición de Breda y el Guernica, o habrá algo más?
La condición documental es forjada por el uso y por el contexto más que por el procedimiento. Pero para los recalcitrantes de las esencias fotográficas tradicionales, todavía hay esperanza: aún es posible técnicamente diferenciar si una imagen procede de una cámara o de un ordenador.
La película Blade Runner de Ridley Scott, inspirada en una novela de Philip K. Dick, es de 1982 y plantea una trama situada en 2019 (!), nuestra época. En ella los replicantes, robots de apariencia indiscerniblemente humana, se infiltran en la sociedad y solo pueden ser identificados y neutralizados por agentes blade runner. Pues es fácil: solo hay que adiestrar blade runners para la fotografía, capaces de desenmascarar también esas amenazantes imágenes replicantes.
Fotografía y verdad
Jorge Ribalta
Fotógrafo y comisario independiente
Este debate es tan antiguo como la fotografía misma. Como demuestra el tempranísimo Autorretrato como ahogado (1840) del pionero Hippolyte Bayard: la fotografía permite representar realidades imaginarias. En la cultura fotográfica contemporánea, el debate sobre la falsedad de la fotografía emergió en los ochenta hasta convertirse en los noventa en un nuevo dogma.
El terreno venía abonado por las críticas de la representación surgidas de los setenta y la herencia de las ciencias sociales posteriores al 68: tras el feminismo, el marxismo, el estructuralismo y el psicoanálisis, la fotografía ya no podía ser vista ingenuamente como la “cosa misma” ni como un lenguaje transparente y universal, sino como un aparato social con toda su carga ideológica.
La masificación de los ordenadores personales a lo largo de los noventa y Photoshop normalizaron el realismo fotográfico como un “efecto” y se naturalizó la idea de una “fotografía desnaturalizada”, sin referente real, teorizada por diversos autores como postfotografía o “muerte de la fotografía”. En los 2000 proliferó la noción de “ficciones documentales”, un paso más en la deslegitimación del realismo fotográfico. Este discurso ha gozado de un prestigio inmerecido, ya ha agotado su valor crítico y ha creado confusión, al oscurecer la comprensión histórica de la función social del realismo fotográfico y del papel de la cultura documental en el arte moderno.
El realismo está en los usos sociales de la imagen, el valor de verdad resulta de un “contrato social” que surge del acuerdo más o menos explícito entre el autor, el aparato, el sujeto, el público
Las poéticas documentales surgen en los años 20 del siglo pasado con la misión histórica de representar el nuevo protagonismo de las clases populares en la era de la democracia de masas. El documental es un instrumento de empoderamiento y progreso social con el que seguimos en deuda, como lo estamos con las luchas democráticas que encarna. Es también un instrumento de comprensión de la complejidad social: la fotografía no solo representa, también explica.
La crítica de la representación no pretendía aniquilar el principio de realidad de la fotografía, sino enseñar que tal realismo no viene solamente dado en el detalle de la imagen, o en el procedimiento mismo en que los objetos se transfieren ópticamente al negativo. El realismo está en los usos sociales de la imagen, el valor de verdad resulta de un “contrato social” que surge del acuerdo más o menos explícito entre el autor, el aparato, el sujeto, el público. Hoy sabemos perfectamente que la fotografía miente, pero también, siguiendo a Ariella Azoulay, que dice la verdad.
Jeff Wall introduce la noción de “casi-documental” para demostrar que la construcción teatralizada de una imagen puede ser la más fiel a una verdad perdida. Lo que demuestra que la oposición simple entre documento y artificio es insuficiente, equívoca. Toda representación, también la documental, es una ficción. Pero eso no significa que sea falsa. Como dijo Rancière, la realidad necesita ser ficcionalizada para ser pensada. Frente a la lógica neoliberal y fatalista del simulacro y la muerte de la fotografía es necesaria una ética visual de la verdad.