¿Qué hacen los museos para atraer a los jóvenes?
Atraer al público es uno de los objetivos principales de los museos. Rejuvenecer ese público, también. Ante los datos que sitúan a los menores de 30 antes en conciertos o en bibliotecas, ¿qué hacen los centros de arte?
En defensa de los jóvenes
Andrés Úbeda
Director Adjunto de Conservación e Investigación del Museo del Prado
La pregunta de qué hacen las instituciones culturales para atraer a los jóvenes es tan habitual en el mundo del arte como aquella de si es verdad que los androides sueñan con ovejas eléctricas, una cuestión interesante, pero en la que no siempre se profundiza. El llamamiento a atraer a los más jóvenes a los museos parte de una buenísima intención y autoexigencia (todo joven que no nos visita es una pérdida) pero ignora una realidad: que la mayoría de los visitantes de una institución como la nuestra tiene menos de 34 años (datos oficiales al cierre de 2022).
Uno no sabe hasta qué edad se extiende ese vago concepto de juventud, así que detallaré el número esbozado. La franja de edad más frecuente (el 22,9% del total) está entre los 18 y los 24 años y la siguiente, con un 21,3%, es de 25 a 34 años.
Cuando se habla de que los jóvenes no están interesados en la cultura puede que haya un parte de añoranza de aquellos que ya no lo somos, otra de que no recordemos qué hacíamos cuando teníamos menos edad y una dosis adicional de superioridad intelectual. Este enfoque no nace hoy y siempre recurrimos a aquellas (reales o inventadas) afirmaciones de los filósofos griegos que criticaban a los jóvenes porque ya no respetaban a sus mayores o ignoraban sus enseñanzas.
El reto de un museo es ser capaz de articular una programación
para todos los públicos: para el que empieza y para el que profundiza,
para quien se emociona y para quien descubre. Ahí radica el éxito o el fracaso
Aprovecho estas líneas para romper una lanza en favor de los jóvenes y defender que tienen inquietud, aspiraciones intelectuales y, por supuesto, son capaces de emocionarse ante un lienzo. Y que visitan los museos, las bibliotecas, los centros culturales, llenan los auditorios y asisten al teatro y a la ópera. No todos. Faltaría más. Tampoco todos los mayores de 34 años lo hacen.
Cuando abordamos la relación entre juventud y cultura caemos en una relativa ceguera provocada por los efectos secundarios de la sinécdoque. Tomamos la parte por el todo (quienes carecen de inquietud cultural representan a todos) y también hacemos lo mismo en sentido inverso cuando hablamos de quienes tenemos más edad (los que disfrutan de la cultura –una parte– representan a la totalidad).
El reto de un museo es ser capaz de articular una programación para todos los públicos: para el que empieza y para el que profundiza, para quien se emociona y para quien descubre. Ahí radica el éxito o el fracaso. Los instrumentos de comunicación para llegar a los jóvenes puede que sean diferentes y en ese terreno somos reconocidos, pero la tecnología, las redes y lo audiovisual no son exclusivos de los pocos años.
Los números demuestran que no hay barrera de edad sino de motivación para acudir a un museo. La reciente experiencia de nuestras aperturas nocturnas, que ha sido un éxito rotundo, aporta algunos elementos añadidos a la reflexión. La larga cola de ciudadanos que decidieron no perderse la experiencia de visitar el Prado de noche era un alegato contra el –supuesto– desinterés de los jóvenes, y también una prueba de que la cultura no entiende de clases sociales ni distingue entre procedencias. Cuando se generan programas de interés, facilidades de acceso y se dotan de la promoción suficiente, el público responde; los jóvenes responden.
Un lugar para pensar
Miguel Zugaza
Director del Museo de Bellas Artes de Bilbao
“No quiero convertir la National Gallery en un club para jóvenes”. Recuerdo esta contundente declaración del gran historiador Nicholas Penny al poco de ser nombrado director de la ejemplar galería de arte de la capital británica. “Los que entren deben desear formarse. Los museos son fuente de conocimiento, no de espectáculo”, continuaba el sabio profesor.
Esas reflexiones de 2008 debo relacionarlas ahora con la noticia de la inminente inauguración en la misma ciudad de la denominada Young V&A, una nueva sede del veterano museo inglés para que “los niños, jóvenes y familias puedan imaginar, jugar y diseñar”, como reza la comunicación promocional.
Desde la prevención del académico, e incluso desde un cierto desdén, hacia las nuevas audiencias hasta esta fenomenal invitación de la institución tradicional a la diversión creativa, distan muy pocos años, pero todo un océano en la forma de enfocar el compromiso con la misión pública del museo.
Para evitar el fuerte mandato social de que los museos deben estimular
el interés de la juventud, condenándolos a veces al ejercicio de un didactismo pueril, lo mejor es organizar un espacio exclusivo para ese fin
Posiblemente para evitar el fuerte mandato social de que los museos deben estimular el interés de la juventud por sus colecciones y actividades, condenándolos muchas veces al ejercicio de un didactismo pueril, lo mejor es organizar, como ahora el V&A, un espacio exclusivo para ese fin. Que esto ocurra al mismo tiempo que los nuevos medios de creación y consumo de imágenes se encuentran alterando completamente la formación visual y, por tanto, intelectual de las nuevas generaciones resulta aún más acuciante.
Aunque el mundo ha cambiado radicalmente, y el arte con él, creo que cada uno podemos recurrir aún a nuestra experiencia. En mi caso, el acercamiento muy temprano al arte y a los artistas gracias al interés de nuestros padres significó un auténtico visado para acceder a un ámbito extraordinario de experiencia y conocimiento del mundo pretérito y, fundamentalmente, contemporáneo, flanqueando el paso a nuestra propia posición poética y crítica en el mundo. Me gustaría que nuestros hijos tuvieran esa misma oportunidad y, sin duda, es una misión central del trabajo en los museos.
Hace pocos meses, una interesantísima exposición programada en el cada vez más vibrante museo Artium de Vitoria repasaba las distintas experiencias de la vanguardia artística vasca de los sesenta y setenta en el ámbito de la educación y la formación artística. El título de esa convocatoria, Un lugar para pensar, era todo un manifiesto y, particularmente para mí y para todos aquellos con los que compartí juventud en mi pueblo, una cita inesperada con nuestro privilegiado pasado.
Uno de esos “lugares para pensar” no fue otro que la sala de exposiciones creada por los arquitectos Juan Daniel Fullaondo y Fernando Olabarría en la plaza de Ezkurdi de Durango, inaugurada en 1970 y donde mi padre, Leopoldo Zugaza, organizó, junto con un pequeño grupo de inquietos durangueses, un memorable programa de exposiciones de arte y cultura contemporánea.
Arquitectura, espacio público, arte y, por supuesto, los artistas nos invitaban a “los niños, jóvenes y familias a imaginar, jugar y diseñar” una nueva realidad, un nuevo comienzo. Gracias de corazón.