Toda una época. Parecía que el mes de septiembre se disponía a cumplir con su modesta función habitual: poner fin al verano. Las muertes de Mijaíl Gorbachov y de la reina Isabel II desataron de pronto, en titulares de prensa y en textos de analistas, un vértigo de postrimerías: con ellos moría “toda una época”, su fallecimiento significaba “el final del siglo XX”. Es verdad que los siglos tienden a sobrevivir más allá de su pautado calendario, más allá de su minutado desenlace cronológico. Incluso las eras de la humanidad marcadas por los historiadores encuentran prolongaciones que dinamitan las clasificaciones: en estos tiempos de pandemias, guerras, hambrunas, sectas y oscuridades, hay quien piensa que no hemos salido de la Edad Media.
El periodismo gusta de la hipérbole, cae en la tentación de categorizar los acontecimientos de un día para reclamar la atención de sus lectores: ¿cuántas veces ha muerto “la última gran estrella de Hollywood”? Y ya están madurando otras estrellas que merecerán en su día la misma cualificación.
En cuatro días. Y cuando parecía que ya estaba vendido todo el pescado del fin efectivo del siglo XX, entre el 10 y el 13 de septiembre, murieron en cuatro días y por este orden, el fotógrafo William Klein, el escritor Javier Marías y el cineasta Jean-Luc Godard. ¿No moría con ellos una parte importante, al menos, del siglo XX cultural? Recordé un día fatal, el 30 de julio de 2007. Ese día murieron nada menos que Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni. ¿No murió con ellos –ya puestos– el cine del siglo XX? Con permiso de Woody Allen. Y de otros muchos, claro…
No paramos de enterrar muertos y, con ellos, de enterrar el siglo XX. Por cierto, morir en el mismo día es algo que no conviene a los grandes creadores, pues los medios de comunicación no dan abasto y, por ello, no se reparten en justa y atenta proporción los elogios y los méritos. En esos días de atrás, diría que William Klein salió perdiendo. Aunque también, a tenor del testado seguimiento de las respectivas informaciones y de algunas conversaciones, cabe decir con preocupación que algunos decisivos artistas llevan, sin haber fallecido, muertos varias décadas. Y no es porque no trabajen, sino porque se ha producido una gran fractura en la transmisión del conocimiento: los más jóvenes no saben nada de ellos. Ni quieren saber: el siglo XXI va muy rápido y es muy presentista. Acaso prefiere, como sus predecesores, el futuro al pasado.
No paramos de enterrar muertos y, con ellos, de enterrar el siglo XX
Una proposición. Y ya es hora de lanzar una humilde y quizá sorprendente y discutible proposición. Si estamos jugando a determinar con qué entierro acabará de una vez por todas el siglo XX y, no digamos, el siglo XX cultural, ¿qué tal sugerir que con las exequias de Mick Jagger o, para que no se enfaden los contrarios, de Paul McCartney?
No se amontonen en las réplicas, por favor. Los cambios en el arte, el pensamiento y, en general, la cultura del siglo XX fueron descomunales y tuvieron protagonistas de apabullante relevancia. Pero si el cine, como arte de masas, modificó muchos comportamientos y cambió muchas costumbres e imaginarios, principalmente hasta los años 50-60, el rock y el pop tomaron el relevo. No hace falta describir su catarata de efectos sobre la vida real y cotidiana de la gente. Con uno, secundado por las ciencias de la salud, fundamental, que los provectos Jagger y McCartney encarnan hoy mismo: la aspiración, la ilusión y tal vez la realidad de prolongar la juventud, si no hasta el infinito, sí hasta la frontera misma del más allá. Pocos cambios como ese, ojo. Y aquí suenan las guitarras eléctricas.