Allan Stewart Konigsberg (Nueva York, 1935), conocido como Woody Allen, es el cineasta vivo más importante y una de las personalidades creadoras más influyentes de los siglos XX-XXI. La cantidad de películas dirigidas -cincuenta-, escritas, protagonizadas y promovidas por él a lo largo de seis décadas, la excelente calidad de un buen número de ellas, su implantación en el universo intelectual y sentimental de millones de personas, su influencia dentro y fuera del ámbito del cine y su condición de relator e intérprete de las cuitas y comportamientos cotidianos de las mujeres y de los hombres contemporáneos -con preferencia, aunque no exclusivamente, de las clases medias y urbanas ilustradas- así lo indican.
A esto habría que añadir -sobre todo, en Estados Unidos-, su papel relevante en el teatro -trece piezas escritas, interpretadas o/y dirigidas-, la prensa, la radio y la televisión -principalmente, en la primera parte de su carrera-, así como el alcance literario de sus libros y guiones publicados. Difusor incansable del jazz y ejecutante del clarinete en una banda -seis discos, al menos, y cientos de conciertos-, Allen se considera un músico aficionado y mediocre. ¡Quién hubiera podido ser el pianista Bud Powell!
Además de como recordatorio genérico, sirva esta introducción para hacer una reflexión y un aviso. Alianza Editorial publica en exclusiva para todos los territorios de lengua española, A propósito de nada, la autobiografía de Woody Allen, con traducción del también novelista y profesor Eduardo Hojman.
No concibo que los lectores del libro y de esta reseña estén interesados primordialmente por el enfrentamiento y el pleito entre Mia Farrow y Woody Allen a propósito del presunto abuso sexual de su hija adoptiva Dylan, del que fue exonerado por las investigaciones e instancias pertinentes. Remito a los lectores a las hemerotecas, a sus medios y periodistas de confianza y, por supuesto, al propio libro.
Si no esperan estruendosas revelaciones, encontrarán más que suficiente la cantidad y cualidad de las observaciones que Allen deja
No obstante, dos comentarios obligados, que contienen un atisbo de contradicción con lo que acabo de escribir: uno, la lectura de este libro indica con toda claridad que Allen ha sentido la imperiosa necesidad de proclamar y argumentar su inocencia con todos los datos, hechos y observaciones disponibles y, dos, las ciento y pico páginas -de un total de 440- que el cineasta ha escrito sobre el caso con dolor, ira y calma -sí, todo a la vez- conforman un relato escalofriante, en verdad terrorífico, y un retrato pavoroso de Mia Farrow, quien fue su pareja -no su esposa- durante doce años sin compartir nunca domicilio y la protagonista de trece de sus películas.
Con una más que sobria portada en negro y con la tipografía en blanco de los títulos de crédito de sus películas, A propósito de nada está escrito en primera persona -obvio-, el narrador se dirige -"habla"- a sus lectores y el texto se presenta como un continuo compacto, sin capítulos, ni títulos, ni epígrafes, aunque con espacios en blanco que separan y fragmentan el relato.
Es, pues, una narración densa y torrencial, que fluye sin altibajos, aunque interrumpida por digresiones y saltos atrás y adelante, con muy pocas fechas, con una fuerte sensación de oralidad compatible con su elaboración literaria, en la que priman la funcionalidad, la sencillez y el abundante humor, negro en no pocas ocasiones, y siempre muy reconocible como propio de Allen.
Por deseo del autor, no hay índice de nombres ni de títulos de películas citados y la única fotografía es un retrato de Woody Allen en blanco y negro, hecho el año pasado por Diane Keaton, que ocupa la contraportada.
Pese a no tener partes ni capítulos titulados, la estructura del libro es nítida: arranca con la infancia y juventud -padres, familia, barrio, escuela, amigos, aficiones…-, sigue con sus años como proveedor de chistes para columnistas y cómicos y con sus trabajos como escritor, intérprete o/y director de sus monólogos, shows, programas y piezas teatrales y, por último, se expansiona sobre la totalidad de su carrera cinematográfica.
En este último y dilatado segmento es donde inserta buena parte de su calamitoso matrimonio con la actriz Louise Lasser, su segunda esposa -a la que nombra siempre con cariño-, y sus relaciones sentimentales con Diane Keaton -su mejor amiga y cómplice hasta hoy mismo-, Mia Farrow -con la que tuvo a su único hijo biológico, Ronan Farrow- y Soon-Yi -hija adoptiva de la anterior y del músico André Previn-, con la que se casó en Venecia hace veintitrés años y con la que adoptado dos hijas que van ya a la universidad.
Las páginas escritas sobre el pleito conforman un relato escalofriante, en verdad terrorífico, y un retrato pavoroso de Mia Farrow
Al empezar por la infancia y proseguir por los comienzos artísticos, A propósito de nada, como sucede con tantas autobiografías y memorias, no es un libro para impacientes. Pese a lo que sabemos o creemos saber sobre Allen, hay muchas diferencias, sobre todo de matices, entre la vida real de un creador y lo que de ésta se refleja en su obra y en sus declaraciones. Es preciso ir siguiendo paso a paso su relato testimonial y confesional para impregnarnos de un nuevo y mucho más detallado conocimiento de su persona.
A propósito de nada no es una autobiografía -según se autoetiqueta- o unas memorias de una entidad literaria sobresaliente que justifique, si tal cosa fuera posible, una lectura autónoma del interés específico por las ideas, las opiniones, las ideas, la personalidad y la obra de su autor. A quienes están interesados por Woody Allen les va a complacer suficientemente su libro, que se despliega con las características de la lluvia fina, es decir, sin grandes núcleos de revelaciones o juicios, pero calando por constancia y acumulación.
Llaman la atención algunas cosas. Pese a los tópicos más difundidos, o en contraste con ellos, Allen no se afana en explicar su punto de vista sobre el judaísmo, la religión y la cuestión de Dios, pasa de puntillas por el psicoanálisis y, reconociendo sobradamente su admiración por las mujeres y su gusto por el sexo y proporcionando algunos detalles, cubre con un pudoroso -y prudente- velo este tema. Eso sí, también se ve en la necesidad de aclarar algunos pormenores de su trato con las actrices Stacey Nelkin y Mariel Hemingway, que eran muy jóvenes cuando se relacionó con ellas. Y la muerte, otro de sus hits, sale bastante a relucir, pero siempre de pasada y, como la hipocondría, en el campo chispeante del humor.
Allen niega no sólo ser un intelectual, sino también un hombre de gran cultura. De hecho, y respecto a lo segundo, no hay en el libro, ni mucho menos, una gran acumulación de citas y referencias, aunque sí las suficientes y esperables en el repaso de un artista a toda una vida, repaso que comienza con alusiones a Holden Caulfield (El guardián entre el centeno) y David Copperfield.
Además de negar su condición de intelectual y de hombre de gran cultura -llega a dar una lista de grandes libros que nunca ha leído-, sostiene que nunca ha logrado hacer una obra maestra. Para él, las cumbres del cine están en Bergman -por supuesto-, Fellini, Truffaut, De Sica, Antonioni o Buñuel, entre otros que nombra y sobre los que cuenta anécdotas, y es en comparación con las películas de ellos cuando las suyas se le antojan menores.
Allen niega no sólo ser un intelectual, sino también un hombre de gran cultura y llega a dar una lista de grandes libros que nunca ha leído
La obra de ficción que más admira Allen, la que sería su sueño inalcanzable como creador, es Un tranvía llamado deseo, y se refiere tanto a la pieza teatral de Tennessee Williams -su ídolo- como a la película de Elia Kazan. En esa línea, lo que más le hubiera gustado a Allen -tan nulamente stanislavskiano- es haber formado parte del Group Theatre y, como contribución a la evidencia de que el teatro -Esquilo, O´Neill, Strindberg, Chéjov- siempre le ha interesado mucho más que la novela, ningún otro largo encuentro personal ha sido tan importante en su vida como el que mantuvo con el dramaturgo Arthur Miller en Oviedo.
Amén de mencionar, además de a Buñuel -se acuerda de Los olvidados-, algunos nombres de la cultura española, Allen habla con entusiasmo de Oviedo, Barcelona y San Sebastián -ese “miniparaíso”-, donde el verano pasado rodó su última película, Rifkin’s Festival, que el certamen donostiarra -esto es de mi cosecha- espera poder proyectar días antes de su estreno en España, previsto para el día 25 de septiembre. También evoca brevemente la estancia de Felipe VI en su casa de Nueva York.
Woody Allen, fascinado desde niño por la magia, la música y los deportes, estuvo embobado por las películas de Hollywood, sobre todo en la medida en que le ofrecían un mundo de lujo y ensueño tan distinto a su vida cotidiana y familiar en Brooklyn, que no recuerda con desagrado -gran cariño hacia su padre-, excepción hecha de la escuela y sus terribles maestras.
Pero, curiosamente, este libro, destinado principalmente a los cinéfilos, no es el libro de un cinéfilo. Allen no detalla, ni mucho menos, el proceso por el que pasa de ser un niño y un joven subyugado con las películas de la Metro a ir forjándose una cultura y una formación cinematográficas digamos que adultas. Apenas evoca a los grandes maestros del cine norteamericano y no explica la determinación y el propósito que le llevaron a empezar a dirigir películas. En los años anteriores a su debut, su admiración se concentraba en el gran comediógrafo George S. Kaufman -guionista de los hermanos Marx- y, pásmate, era acérrimo seguidor de Bob Hope. Se deduce que fue la escritura la que le llevó al cine, principalmente el encargo de escribir en París el guión de ¿Qué hay de nuevo, Pussycat? (Clive Donner, 1965) -al que dedica divertidas páginas, aunque deplora la película- y que, a partir de ahí, y como suele decirse, una cosa llevó a la otra.
Antes de ese debut como guionista, toda la parte dedicada a sus comienzos como escritor cómico y monologuista es magnífica por la descripción de ese mundo de la radio, la televisión, el teatro y los clubs (y sus profesionales), si bien es un universo que, siendo extraordinariamente popular en Estados Unidos, es bastante menos conocido por los lectores europeos.
No le preocupan los bajos presupuestos, lo importante es un buen guión, colaboradores con imaginación y talento y buenos actores
Bastante antes de la mitad del libro, Allen inicia el repaso cronológico de toda su carrera cinematográfica. Podríamos resumir el procedimiento seguido y el contenido que aguarda al lector de la siguiente manera: sin entrar en un autoanálisis en profundidad, Allen destaca dos o tres aspectos o anécdotas a su juicio cruciales de la producción y rodaje de cada una de sus películas; van entrando en escena los nombres de sus actores y de sus principales colaboradores técnicos y artísticos y la valoración que hace de su trabajo en común y, por último, va desgranando e intercalando su criterio y sus opiniones sobre todas y cada una de las fases y todos y cada uno de los aspectos creativos de su trabajo como director.
Volvamos a recordar la técnica de la lluvia fina, es decir, que poco a poco, sin extenderse a lo ancho ni en profundidad, acumulando linealmente información y comentarios, Allen termina dando una visión muy completa de su filmografía y de su sistema creativo.
Allen reitera su exigencia de independencia y de control absoluto de principio a fin sobre sus películas, que han sido las que él ha querido hacer y no otras. El percance mayor y más doloroso de su carrera fue su ruptura y su contencioso legal -por motivos económicos- con su íntima amiga y productora Jean Doumanian. Hicieron unas diez películas juntos en los años 90. Esto sucedió en 2001, en pleno proceso de producción de La maldición del escorpión de jade. Fue claramente un cataclismo personal y profesional, que tuvo una deriva, en parte relacionada, cuando, sólo tres años después, Allen dejó de encontrar inversores y productores en Estados Unidos dispuestos a financiar sus películas y a aceptar sus condiciones de no intervención.
Allen repite varias veces que se considera un hombre que ha tenido mucha suerte en su vida, y entonces fue cuando en Londres aceptaron producir su guión de Match Point (2005) -y dos películas más- e inició, con idas y venidas, su periplo europeo por París, Roma y España.
No le preocupan los bajos presupuestos -al contrario-, lo importante es tener un buen guión, poder elegir a colaboradores con imaginación y talento y contar con buenos actores, adecuados para sus papeles. Hay que ser muy torpe para, con esos ingredientes, no hacer una película al menos aceptable. La escritura del guión le apasiona y los rodajes -aunque en esto se contradice un poco-, también. Allen menciona siempre qué fallos explican el fracaso de varias de sus películas, dice cuáles le gustan más y cuáles menos y se muestra sorprendido ante el éxito de unas y ante la debacle crítica o económica de otras.
Habla con elogios de todos los guionistas que han trabajado con él, reserva mucha atención a sus directores de fotografía y no para de ponderar la figura de un personaje muy poco conocido del gran público, su veterana directora de casting, Juliet Taylor, una de las innumerables mujeres que han trabajado con él con la máxima responsabilidad al frente de equipos y departamentos.
Si no esperan estruendosas y refulgentes revelaciones, los aficionados, cinéfilos, estudiosos y profesionales del cine, que son los destinatarios objetivos de A propósito de nada -extraño e inquietante título, ¿no?-, encontrarán más que suficiente la cantidad y cualidad de las observaciones que Woody Allen deja en su libro sobre sus películas, su oficio y las personas que le han venido acompañando en su trabajo.
Como sucede con tantas autobiografías y memorias, este no es un libro para impacientes. es preciso seguir paso a paso su relato
El lector descubrirá que parte de la buena suerte de la que habla Allen ha consistido en poder llegar a vivir con desahogo económico en el Manhattan de sus sueños y escapadas infantiles desde Brooklyn, tener buenas casas, beber buenos vinos, frecuentar buenos restaurantes, alojarse en buenos hoteles, viajar en avión privado a las más bellas ciudades europeas… Un niño de clase media baja -como se autodefine- ha conseguido vivir con el lujo y las burbujas que le fascinaban cuando veía las comedias de la Metro.
El libro está escrito por un anciano herido de 84 años, en delicada situación profesional y personal, pero que goza desde hace muchos años de la estabilidad y el cariño que le proporcionan un reducido grupo de amigos y, sobre todo, su mujer, Soon-Yi -bella, inteligente, culta, perspicaz y dotada para el mando, según él- y sus dos hijas.
La lectura atenta de este libro nos deja la percepción de una personalidad todavía más compleja de la que, entre risas, hemos vislumbrado en sus películas, la de un tipo asocial, muy solitario, muy metido en su trabajo y en sus cosas, egoísta, narcisista a su modo, mucho más neurótico de lo previsto, muy inmaduro emocionalmente y con muy mala cabeza para las relaciones sentimentales, alguien, en verdad, difícil de llevar.
¿Qué haces con una persona que tiene, entre otras fobias, "fobia a entrar"? Ésa es la nueva fobia de Allen que, al menos yo, he descubierto en su libro. Fobia a entrar, habla bastante de ella en su libro. Llega a una casa, a un restaurante, a una reunión, eventualmente a una fiesta de compromiso y, de pronto, a diferencia de los burgueses de El ángel exterminador -que no podían salir-, Woody Allen no puede entrar.
En un sentido amplio e, incluso, secretamente profundo, no es casual la frase con la que se refiere a la posteridad y con la que cierra su libro: "más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa".