El hombre y la gente de Ortega
por Francisco Ayala
23 febrero, 2006 01:00Puesto que el editor, en la sobrecubierta de este libro, ofrece más bien un inexacto retrato de Ortega y Gasset, sería útil y beneficioso recordar que este gran escritor español era fundamentalmente un filósofo [se refiere Ayala a la edición en inglés de El hombre y la gente publicada en Nueva York por W. W. Norton and Co. en 1957, traducida del original castellano por Willard R. Trask.]. Sus ideas se encuentran en variados, ocasionalesy a veces inacabados escritos -textos que algunos profesores y críticos están hoy en día recpilando y componiendo para mostrar un original y coherente sistema de pensamiento.
Ortega, sin duda, merece ocupar una posición muy distinguida entre los principales pensadores de nuestro tiempo. Además, su preocupación por las cuestiones y problemas sociales constituye uno de sus primeros y más consistentes intereses. Su acercamiento a la dimensión social de la vida humana, no restringido por las limitaciones profesionales de los sociólogos, muestra una notable agilidad que reside en su capacidad para cambiar constantemente de punto de vista; debemos, por tanto, considerarlo un enfoque filosófico-social más que un enfoque sociológico. La fuerte tensión entre los dos conceptos que encontramos en el título de este libro, el "hombre" y la "gente", refleja su principal concepción de la existencia humana: transfiere al terreno social la tensión cardinal (que otros filósofos contemporáneos, como Heidegger, Jaspers y Sartre, reconocen también, y cuyas raíces se encuentran en la teología cristiana) entre la vida profunda, verdadera, "auténtica", y la vida superficial o desperdiciada. "En realidad no vivimos nuestra vida genuina", escribe Ortega. "La realidad genuina de la vida humana incluye el deber de un retiro frecuente a la solitaria profundidad de uno mismo." Por tanto, cada individuo lucha, cada alma está siempre dudando entre la llamada interior que le invita a recogerse en sí misma (ensimismamiento) y la llamada del mundo exterior (alteración). Lo mundano y carnal son los otros, la "gente", esto es, el descenso hacia lo social de la vida humana.
Alrededor de este axioma antropofilosófico se organiza el análisis de los hechos y fenómenos sociales que Ortega lleva a cabo con la intención de explicar la esencia de la socialidad. Uno debe preguntarse si existe una verdadera justificación para las reprimendas que nuestro autor dirige a los sociólogos en general, empezando por Auguste Comte, por haber eludido siempre una definición de la sociedad. Ortega quedó impactado cuando encontró que los tratados de sociología no acertaban a decir qué es la sociedad -al igual que los libros de biología no aciertan a ofrecernos una noción de qué es la vida-. El filósofo, sospecho, esperaba de la ciencia algo que no hay que suponer que la ciencia pueda ofrecer: la discusión de la naturaleza esencial de su objeto, cuestión que corresponde más bien a un enfoque filosófico. Finalmente, Ortega ofrece él mismo un enfoque de este estilo en El hombre y la gente, a pesar de que desafortunadamente el libro permanecía a su muerte sin estar enteramente rematado. Especialmente estimulante, en la segunda mitad del trabajo, son las sutiles "meditaciones sobre el saludo" y el capítulo dedicado al lenguaje -donde, de paso, los lingöistas reciben también severas críticas de su pluma.
Para los estudiantes de ciencias sociales, frecuentemente sumergidos en las rutinas de la investigación, de los métodos, y, en ocasiones, ocupados en problemas insignificantes o sin sentido, la lectura del libro de Ortega resultará muy estimulante puesto que presta atención a las más profundas bases de la materia que profesionalmente cultivan.
La teoría del Estado del profesor Herman Heller
Las prensas mexicanas, que tan loable y fecundo esfuerzo están realizando en esta hora grave de nuestra cultura, acaban de lanzar a la publicidad la traducción de un libro cuyo valor intrínseco, relieve intelectual y significado para la ciencia se ligan en mi aprecio a elementos subjetivos de carácter emocional que son, quizás, los que, en primer término y con mayor eficacia, mueven mi pluma a saludar su aparición en nuestro idioma.
Me refiero a la Teoría del Estado de Hermann Heller*. Y creo que no traiciono, sino más bien sirvo, la posición a que responde este excepcional libro al enlazar públicamente su comentario con la circunstancia viva que a él me une afectivamente.
Entre los viejos y firmes prestigios académicos que profesaban disciplinas políticas en la Universidad de Berlín, fue la personalidad de Heller, aún por entonces carente de las consagraciones oficiales máximas, la que atrajo mi atención cuando, en el año 1929, acudí allí en busca de nuevas perspectivas para los estudios que había concluido en la Facultad de Derecho de Madrid. Seguí sus cursos y, al mismo tiempo, trabajé en perfeccionar mi conocimiento del alemán de la especialidad sobre su apretado libro Die Souveränität. Hoy veo claro el origen de aquella mi elección, que en su día no era razonada, y cuyo razonamiento requeriría ahora copiosas páginas. La reduzco a una interrogación: ¿qué hubiera podido encontrar en los viejos maestros de la tradición germana, tan ligada a condicionamientos ajenos, quien presentía la hondísima convulsión que en su propio país había de desencadenar la ya fatal caída del consunto Estado monárquico?
Heller trabajaba con una problemática viva: ni acogido a la adaptación posible de los conceptos tradicionales, ni refugiado en engañosos formalismos; trabajaba con las ventajas de su cátedra abiertas de par en par. Poquísimos años habían de transcurrir para que el más turbio de los rumores que a través de ellas le llegaban creciera hasta convertirse en gobierno del país. En 1929 comenzaba el nacionalsocialismo a ser, en Berlín, tumulto de estudiantes en los pasillos de la universidad; en 1933 Hitler estaba en el poder; y Hermann Heller, que sabía lo que nadie parecía saber por el momento en Alemania y que, por saberlo, había querido, infructuosamente, organizar la resistencia, hubo de refugiarse en España. Acogido por la Universidad de Madrid, trabajó en ella, intensamente, pero ya por poco tiempo; el 5 de noviembre de 1933 fuimos a enterrar al joven maestro que sucumbiera a efectos de una lesión cardíaca contraída en las trincheras alemanas de la otra guerra, y renovada por las persecuciones recientes.
La Teoría del Estado, la obra de su vida, donde pretendía cifrar su pensamiento científico-político, quedó inédita e inconclusa. Los piadosos cuidados de su ayudante el doctor Niemeyer han hecho posible la edición que aparece ahora en nuestro idioma, admirablemente traducida por otro estudiante español del Berlín prenazi: mi amigo Luis Tobío.
Bien se comprende que una obra de esta magnitud no puede ser ni reseñada, ni expuesta en los términos, forzosamente breves, de un artículo. Nos hallamos en presencia de un libro fundamental que exige meditación calmosa, discusión detallada y glosa prolija, y cuyo estudio podría y debería llenar la actividad de una cátedra durante cursos enteros.
Francisco Ayala cumple 100 años, y para festejarlo la Fundación Santander Central Hispano lanza Miradas sobre el presente: ensayos y sociología [1940-1990] en edición de Alberto J. Ribes, con ensayos dispersos del granadino escritos en el exilio. En los que hoy adelanta El Cultural, Ayala rinde homenaje a sus maestros más queridos, Ortega y Gasset y Herman Heller. El primero, traducido por Alberto Ribes, lo publicó en Princeton en 1958, y el segundo en Buenos Aires, en 1944.