Maalouf-Pedro-Cosano-Anaya

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Primeros capítulos

Amin Maalouf ante el fin del mundo

Lee aquí en exclusiva un fragmento de 'Nuestros inesperados hermanos', una parábola que intenta ofrecer respuestas sobre nuestro incierto futuro

18 noviembre, 2020 16:39

Viernes, 19 de noviembre

Esta mañana, para burlar la angustia que me iba invadiendo, he decidido no encender ninguna radio, no tocar ni el teléfono ni el ordenador y sentarme enseguida a la mesa de trabajo para dibujar, como si el resto del mundo fuera un planeta inaccesible: no conozco mejor terapia.

De hecho, según iba trazando líneas sinuosas con tinta china, recuperaba la serenidad. Conseguí así que todos mis temores refluyeran hasta un ángulo muerto. Y meterme en la burbuja de mi viñeta, por así decirlo, sin más acompañante que mi personaje fetiche, «Groom, el trotamundos inmóvil». Le he creado incluso tres episodios nuevos.

Llevaba horas en la mesa cuando el batelero se presentó en mi casa. Fuera, el cielo estaba gris oscuro y aún no había dejado de llover. Entró sin hacer ruido, no me di cuenta de su presencia hasta que vi su cara reflejada en un cristal que la oscuridad prematura había convertido en espejo. Allí estaba, de pie, quieto y mudo. Tardé bastantes segundos en volverme hacia él. Unos segundos que expresaban mi reprobación y mi perplejidad.

Hasta ahora, siempre lo había recibido calurosamente. Se le coge cariño. Educado, reflexivo, discreto, culto, sutil, agradable en el trato, podría poner, uno detrás de otro, mil adjetivos halagüeños. La simpatía que me inspiraba no se había desvanecido en absoluto desde la irrupción de sus «compatriotas» en este mundo que creíamos nuestro. Por el mero hecho de su presencia en el archipiélago, Agamenón representaba para mí una puerta de acceso a un universo desconocido donde era mi único guía. Y aunque hasta ahora esa «puerta» apenas si se había entornado, me parecía prometedora y valoraba el hecho de tenerla tan cerca. Pero, desde la víspera, no podía ya mantener con él el mismo comportamiento. Me daba la impresión de estar metiendo en casa a un agente enemigo.

No hice esfuerzo alguno por disimular mi apuro, sino todo lo contrario. Quería que lo notase, y esta sinceridad era todavía una muestra de amistad y un resto de confianza. Dicho lo cual, no me mostré agresivo ni grosero. Nunca he podido echar a un hombre de mi casa, y hoy tampoco fui capaz de rechazar la mano que me tendía el batelero; me limité a estrecharla menos vigorosamente de lo que solía, y lo recibí con una sonrisa escueta.

—Es un poco tarde para hacer visitas —se disculpó.

Me quedé callado.

—Por lo visto, estabas trabajando. Te he interrumpido...

Por toda respuesta, me levanté de la silla giratoria para ir a sentarme en un sillón del cuarto de estar. Fue a sentarse enfrente de mí. Yo seguía sin decir palabra. Miraba ora al suelo, ora al techo. Transcurrieron unos segundos muy violentos. Él se enderezó en el asiento como si se dispusiera a irse ya.

—Se diría que ya no soy bien recibido en tu casa.

Acabé por decirle, con un suspiro de cansancio:

—Nunca le doy la espalda a un amigo. Pero la persona cuyos hechos de armas me contaron ayer no se parece mucho al amigo a quien conocía.

—¿Condenas a un amigo antes de haber escuchado su defensa?

—¡Adelante! ¡Explícamelo! Te escucho.

Y crucé los brazos.

Cogió un purito de la mesa baja, pidiéndome permiso con una mirada humilde. Yo me prometí no ceder y repetí:

—Te escucho.

Expulsó el humo hacia la derecha y, luego, hacia la izquierda, como si fuera una especie de ritual. Luego empezó a darme su versión de lo que había ocurrido en Fuerte Quirón.

—El miércoles por la mañana se presentaron en mi casa tres militares. Me dijeron que el comandante de la base quería hablar conmigo y que no conseguía hacerlo por teléfono. ¿Podía acompañarlos para ir a verlo? Contesté que sí, claro. Conozco muy bien al contralmirante Berthelot, hemos coincidido varias veces y no sería la primera que fuera a visitarlo. Así que me fui con ellos sin desconfianza. Habían venido en una lancha motora; los seguí con la mía. Incluso uno de ellos fue conmigo. Según los rumores que han corrido posteriormente, capturaron mi lancha cuando andaba rondando de forma sospechosa por las inmediaciones de la zona militar. Eso es lo que te han contado, ¿verdad?

—Sí, eso es —admití. Pero, volviendo en el acto a un tono neutral, pregunté—: ¿Qué quería el comandante?

—No lo vi. Cuando atracamos, esos hombres me pidieron que los acompañase. Me llevaron a una habitación con las paredes vacías, me hicieron sentar en una silla metálica y luego se fueron, cerrando la puerta por fuera con un pestillo. Volvieron pocos minutos después. Exigí hablar con Berthelot. Aseguraron que había tenido que ausentarse y que les había ordenado que me retuvieran allí en lo que volvía. Les dije que me extrañaba mucho, dado que su superior me había tratado siempre como a un amigo. Añadí que prefería marcharme a mi casa y volver luego a verlo. Había entre ellos un suboficial mayor que los demás y que parecía tener ascendiente sobre ellos. Me dijo, con una absoluta mala fe: «Ha entrado usted de manera ilegal en el perímetro de una base militar. No se marchará antes de haber confesado a qué ha venido». Le contesté pacientemente que no había hecho nada ilegal y que había ido a petición de sus compañeros. No le estaba diciendo algo que no supiera, por supuesto, pero tenía que hacerlo. Estaba claro que esos muchachos querían saber cosas sobre lo que estaba sucediendo en el resto del mundo, pero en vez de hacer las preguntas como tú, de forma civilizada, habían escogido hacerlo de malas formas.

Sonrió por aquel paralelismo y yo también sonreí. Como no tenía razón alguna para dudar de la veracidad de lo que me había contado hasta el momento, estaba en mejor disposición hacia él. Pero aún no había llegado al punto que más me preocupaba. Así que me quedé callado para dejar que prosiguiera su relato.

—Me sometieron a un interrogatorio en toda regla: quién era, de dónde venía, cómo había conseguido el puesto de batelero y al servicio de quién estaba en realidad. Si quería salir de allí «andando por mi propio pie», haría bien en «confesarlo todo». Querían hacerme decir que estaba al servicio de alguna potencia rival. Parecían creer que todo cuanto ha sucedido desde la semana pasada no es sino una maquinación de los estadounidenses, o de los rusos, o de los chinos, o Dios sabe de quién. No intenté abrirles los ojos; la verdad tiene uno que merecérsela, ¿no? Así que les dije que no sabía más que ellos, que estaban perdiendo el tiempo y haciéndome perder el mío y que más valía que me dejasen marcharme tranquilamente a casa.

»No les gustó. Me obligaron a levantarme y me esposaron con las manos a la espalda. Noté que iban a ponerse violentos, y yo no tenía intención alguna de permitir que me maltratasen. Así que les dije: “No soy Jesús de Nazaret”. El cabecilla me preguntó: “¿Y eso qué quiere decir?”. Le contesté en el mismo tono: “Quiere decir que si me pega en la mejilla derecha, no se crea que voy a poner la izquierda”.

»Se miraron todos y soltaron una risa nerviosa colectiva. Luego el individuo de antes se me acercó y me soltó con todas sus fuerzas una sonora bofetada. En el acto todas las luces de Fuerte Quirón se apagaron y se cortaron las comunicaciones. Mis amigos, que no estaban perdiéndose ni una palabra de la conversación, se habían preparado para actuar en cuanto yo les hiciera el mínimo gesto o en cuanto saltara la mínima alerta. Cuando vieron que me estaban maltratando, intervinieron para liberarme.

—¿Cómo?

Agamenón respondió nada más:

—Como saben hacerlo ellos.

Sonrió enigmáticamente para indicarme que no iba a decir nada más sobre el particular. Pero en esta ocasión, yo estaba decidido a no conformarme con lo que tuviera a bien contar. Todavía no se me había ido de la cabeza la visita que me hicieron ayer Gabrielle, su abuelo y su primo. Tenía, pues, empeño en saber, con todos sus pormenores, lo que había ocurrido en la base de Fuerte Quirón. Así que repetí, con marcada frialdad, las propias palabras de Agamenón:

—Como saben hacerlo ellos...

No dije nada más. Pero bastaba para que mi visitante entendiera que tenía que darles mejor trato a mis legítimas susceptibilidades.

—Si te empeñas en saberlo, te lo diré.

Quizá esperaba que me conformara con una victoria simbólica. Hoy, no.

—Sí, me empeño en saberlo.

Ni rastro de ambigüedad. Y encendí en el acto un purito para darle a entender que le cedía la palabra por un buen rato.

—Mensaje recibido —carraspeó—. Empecemos por lo que sucedió ayer con los militares. Seguramente quieres saber si los míos han recurrido a instrumentos o a productos que expliquen la presencia de ese elevado nivel de radiactividad con la que las autoridades locales llevan dos días dando la murga. La respuesta es: ¡no, rotundamente no!

Eso ya lo sabía yo por Moro, pero no le dije que lo sabía. Solo asentí con la cabeza para animar a Agamenón a que siguiera.

—La técnica que utilizan mis amigos consiste en emitir un haz de ondas; se podría comparar con un proyector potente de gran alcance, pero cuya luz fuera invisible. Dirigido hacia el blanco, paraliza en el acto el sistema nervioso sin causar daños permanentes. ¿Queda claro?

Sí que quedaba claro, aunque la tecnología que lo hace posible fuera evidentemente desconocida para mí.

—¿Sabes por qué te retuvieron? ¿Y si otros, además de ti, han pasado por el mismo mal trago?

—Lo que me pasó era, al parecer, un incidente aislado, obra de unos cuantos insensatos. Dicho lo cual, ha habido en todo el mundo rumores, divulgados de forma sospechosa, según los cuales se han detectado niveles enormes de radiactividad. Es falso, aquí y en los demás lugares, es completamente falso, y todo lleva a pensar que se trata de una campaña de propaganda que pretende desprestigiarnos.

Eso también lo sabía por Moro, pero fingí asombro para animarlo a decirme más cosas. De hecho, el batelero me habló, igual que mi amigo de Washington, de una convergencia y quizá incluso de un concierto entre todos cuantos querían que fracasara el ya mencionado «saneamiento».

¿Sería posible que fuera cierto? ¿Sería posible que, por una vez, todas las naciones del planeta hubieran olvidado su rivalidad, sus rencillas y su desconfianza seculares para unirse contra esos «soberanos» que intentan someterlas y desarmarlas? Si es así, el drama que se está desarrollando nos habrá traído, dentro de la desgracia, un consuelo. Pero de todo eso por supuesto que no le dije nada a Agamenón, y me conformé con replicarle, con una pizca, lo reconozco, de mala fe:

—¿Crees de verdad que militares y civiles de todos los países del mundo hayan podido implicarse todos juntos en la misma conspiración?

—Comprendo que mi hipótesis te parezca traída por los pelos. Pero ¡piensa un momento conmigo! ¡Tantos dirigentes que sienten como una amenaza nuestra intervención! Les gustaría demostrar que somos menos competentes y menos eficaces de lo que parecemos, que metemos la pata y causamos daños. Sueñan con vernos fracasar y ver cómo nos largamos lo más deprisa posible.

Me quedé enclaustrado en el silencio. Resistí incluso la tentación de hacerle notar que los suyos habían recurrido a engaños similares al mencionar falazmente el riesgo de un cataclismo nuclear para justificar su intervención.

El batelero y yo nos separamos con un apretón de manos más caluroso que a la llegada. Cosa que me agradó mucho. Nunca me siento a gusto en la adversidad, incluso cuando estoy convencido de que estoy en mi derecho.

Lo que, según me parece, era el caso hoy. Él y los suyos nos acusan y nosotros los acusamos. Nos cuentan bulos y nosotros les contamos bulos. Pero el paralelismo es engañoso, puesto que los únicos que padecemos somos nosotros. Ellos volverán a marcharse un día, dentro de poco, igual que vinieron, al menos eso prometen. Quizá este breve acercamiento a los nuestros les deje una ponzoña en el alma; en cualquier caso, su cuerpo debería quedar indemne.

¡Qué poco se nos parecen nuestros inesperados hermanos! Se nos parecen como nos parecemos nosotros a los hombres del paleolítico. ¿Qué habría sido de esos pobres antepasados si hubiéramos irrumpido en la cueva de Lascaux con nuestras excavadoras, nuestros gases lacrimógenos y nuestros proyectores mientras ellos dibujaban animales de tonos sanguinos en las paredes? Nos habrían arrojado unas cuantas piedras e imprecaciones antes de morir asfixiados. Y nosotros habríamos decretado que tenían bien merecida su suerte porque su cueva era insalubre y se portaban de forma cruel tanto con los animales cuanto con sus semejantes. Mutatis mutandis, lo que nos está pasando hoy a nosotros...

¡Malditos sean nuestros salvadores!