Gran-Peste

Gran-Peste

Primeros capítulos

Daniel Defoe y el coronavirus del siglo XVII

Lee aquí el comienzo de su 'Diario del año de la peste', el relato ficticio que reconstruye las experiencias de un londinense durante la gran plaga de 1665, que recupera la editorial Alba

7 abril, 2020 19:47

Fue hacia principios de septiembre de 1664 cuando yo, al igual que el resto de mis vecinos, supe incidentalmente que la peste había vuelto a invadir Holanda; pues ya había azotado violentamente aquel país, sobre todo Amsterdam y Rotterdam, en el año 1663, cuando, decían, había sido introducida, según unos desde Italia, según otros desde Oriente, con unas mercaderías que transportaba su flota de Turquía; otros decían que había venido de Candía; otros de Chipre. Pero poco importaba de donde viniese; lo cierto es que todos estaban de acuerdo en que ahora había vuelto a invadir Holanda.

En aquella época aún no teníamos diarios impresos que difundieran los rumores y las noticias, y que las embelleciesen por obra de la imaginación de los hombres, como luego he visto que se hacía. Sino que entonces nos enterábamos de tales cosas gracias a cartas de mercaderes y otras personas que tenían correspondencia con países extranjeros, y la noticia sólo circulaba de boca en boca; de modo que tales cosas no se difundían instantáneamente por toda la nación, como ahora ocurre. Pero parece ser que el Gobierno tenía informes precisos y que celebró diversas reuniones para decidir los medios de evitar que llegase a nuestro país; pero todo se guardó en secreto. Y así fue como aquel rumor no tardó en desaparecer, y la gente empezó a olvidarlo, como algo que apenas nos concernía y que esperábamos que no fuese cierto, hasta fines de noviembre o principios de diciembre de 1664, cuando dos hombres, según dijeron franceses, murieron de la peste en Long Acre, o, mejor dicho, en la parte alta de Drury Lane. Las familias con las que vivían intentaron ocultarlo hasta donde les fue posible, pero algo se supo por los rumores de la vecindad, y los secretarios de Estado se enteraron y, decididos a hacer averiguaciones, ordenaron que, para cerciorarse de la verdad, dos médicos y un cirujano fueran a las casas e hicieran un informe. Así lo hicieron; y como encontraron señales evidentes del mal en los dos cadáveres, dieron fe pública de que ambos habían muerto de la peste. Este informe pasó a la parroquia, y de allí lo remitieron a la administración; y en la lista semanal de defunciones, se imprimió del modo habitual, es decir:

Peste: 2        Parroquias contaminadas: 1

Esto causó una gran inquietud entre la gente, y la alarma empezó a cundir por toda la ciudad, sobre todo cuando, enla última semana de diciembre de 1664, murió otro hombre en la misma casa y del mismo mal. Y luego volvimos a estar tranquilos unas seis semanas, en las que no murió nadie con señales de la epidemia, y se  dijo que el mal había desaparecido;  pero  más  adelante,  creo  que fue hacia el 12 de febrero,  hubo otra muerte en otra casa, pero en     la misma parroquia, y en las mismas circunstancias.

Esto hizo que la gente se fijara con gran atención en aquel extremo de la ciudad, y, como las listas semanales demostraban que en la parroquia de St. Giles había habido más entierros de lo que era normal, empezó a sospecharse que en aquel extremo de la ciudad había peste, y que ya habían muerto muchos de ella, aunque habían cuidado de que se enterara la menos gente posible. Esto inquietó mucho a todos, y eran pocos los que pasaban por Drury Lane o por cualquier otra parte de las calles sospechosas, a menos que algún asunto importante les obligara a ello.

Este aumento en las listas de defunciones fue como sigue: el número normal de entierros semanales en St. Giles-in-the-Fields y St. Andrew, Holborn, oscilaba de doce a diecisiete o diecinueve, en cada una de las dos parroquias, poco más o menos; pero a partir de los días en que empezaron a darse casos de peste en la parroquia de St. Giles, se observó que el número de entierros aumentaba de un modo anormal:

Un aumento semejante se observó en las parroquias de St. Bride, que limitaba con la parroquia de Holborn, y en la parro- quia de St. James, Clerkenwell, que limitaba con Holborn por el otro lado; y en estas dos parroquias el número ordinario de muertes semanales oscilaba entre cuatro y seis u ocho, mientras que por estas fechas aumentó del modo siguiente:

Por otra parte también se observó, con gran inquietud por parte de la gente, que las listas generales de mortalidad que se daban cada semana, también aumentaban considerablemente durante estas semanas, a pesar de ser una época del año en que de ordinario son muy moderadas.

El número habitual de entierros, según las listas semanales de defunciones, solía oscilar, poco más o menos, entre doscientos cuarenta y trescientos. Esta última cifra se consideraba ya muy alta; pero no tardamos en ver que las listas daban cada vez cifras más elevadas:

Esta última lista era realmente alarmante, ya que desde la epidemia anterior de 1656 nunca había habido tantos entierros en una semana.

Sin embargo, esta situación no duró mucho, y, como hacía mucho frío, y las heladas, que habían empezado en diciembre, se prolongaron hasta casi finales de febrero, y muy rigurosas además, acompañadas de vientos vivos, aunque moderados, las listas volvieron a decrecer, la ciudad recuperó su salubridad y todo el mundo empezó a considerar que el peligro había pasado; sólo que el número de entierros en St. Giles continuaba siendo muy elevado. Concretamente, desde principios de abril, la cifra se estancó en unos veinticinco cada semana, hasta la semana que fue del 18 al 25, en la que hubo treinta muertes en la parroquia de St. Giles, dos de peste, y ocho de tabardillo pintado, que se consideraba como lo mismo; en la lista general también aumentó el número de víctimas de tabardillo pintado, que fueron ocho la semana anterior, y doce en la semana que ya he dicho.

Esto volvió a alarmarnos a todos y la gente volvió a ser presa de terribles temores, sobre todo debido a que el tiempo había cambiado, y se hacía cada vez más caluroso, y estábamos ya a las puertas del verano. Sin embargo, a la semana siguiente pareció que aún había esperanzas; las listas eran poco nutridas, el total de muertes sólo había sido de trescientos ochenta y ocho, ninguna debida a la peste, y sólo cuatro al tabardillo pintado.

Pero a la semana siguiente volvió a aparecer, y el mal se extendió por dos o tres parroquias más: St. Andrew, Holborn; St. Clement Danes; y, ante la gran inquietud de la ciudad, hubo una muerte dentro del recinto amurallado, en la parroquia de St. Mary Woolchurch, es decir, en Bearbinder Lane, cerca de la Bolsa; en total hubo nueve muertes de peste, y seis del tabardillo pintado. Sin embargo se averiguó que el francés que había muerto en Bearbinder Lane había vivido en Long Acre, cerca de las casas contaminadas, y se había mudado por miedo a la epidemia, sin saber que ya se le había contagiado.

Esto fue a principios de mayo, y el tiempo aún era templado, variable y bastante fresco, y la gente todavía tenía algunas esperanzas. Lo que les animaba era que no había ocurrido prácticamente nada dentro del recinto de las murallas, y entre las noventa y siete parroquias del recinto sólo había habido cincuenta y cuatro muertes, y empezamos a confiar en que el mal se hallaba confinado a aquel extremo de la ciudad, y en que no se extendiera por ésta; y sobre todo porque a la semana siguiente, que fue del 9 al 16 de mayo, la peste no causó más que tres muertes, ninguna de ellas dentro del recinto de la ciudad ni en las liberties; y en St. Andrew no hubo más que quince muertes, cifra muy baja. Claro que en St. Giles hubo treinta y dos, pero como sólo una de éstas había sido debida a la peste, la gente empezó a tranquilizarse. La cifra general fue también muy baja, pues la semana anterior la lista había sido de trescientos cuarenta y siete, y en la semana ya citada de trescientos cuarenta y tres. Seguimos alimentando esperanzas unos pocos días más, pero sólo muy pocos, pues la gente ya no podía seguir dejándose engañar de este modo; registraron las casas y vieron que lo cierto era que la peste se extendía en todas direcciones, y que eran muchos los que cada día morían de ella. De modo que no había paliativos, ni tampoco ya nada que ocultar; más aún, no tardó en descubrirse que la epidemia se había extendido hasta tal punto que ya no había esperanzas de que pudiese ser dominada; que en la parroquia de St. Giles había invadido varias calles, y en una serie de casas toda la familia tenía que guardar cama; y, en efecto, en la lista de la semana siguiente, los hechos se hicieron patentes. La verdad es que sólo se declaraban catorce muertos de peste, pero esto no era más que un engaño concertado, pues en la parroquia de St. Giles habían enterrado a cuarenta en total, la mayoría de los cuales era seguro que habían muerto apestados, a pesar de que en la lista la causa de su muerte se atribuía a otros males; y aunque el número de entierros no había aumentado más que en treinta y dos, y a pesar de que en la lista general sólo figuraban trescientos ochenta y cinco, había catorce de tabardillo pintado, y otros catorce de peste; y todos dimos por seguro que en total aquella semana habrían muerto de la peste unas cincuenta personas.

La lista siguiente abarcaba del 23 al 30 de mayo, y las muertes de peste que declaraba eran diecisiete. Pero los entierros de St. Giles fueron cincuenta y tres –¡una cifra aterradora!–, de los cuales sólo nueve contaban como muertes debidas a la peste; pero después de una investigación más rigurosa que hicieron los jueces de paz a petición del lord alcalde, se descubrió que lo cierto era que en la parroquia habían muerto veinte personas más a causa de la peste, pero que su muerte se había atribuido al tabardillo pintado, o a otros males, sin contar otras defunciones que se habrían ocultado.

Pero todo esto no fue nada al lado de lo que ocurrió inmediatamente después; pues el tiempo empezó a ser caluroso de veras, y a partir de la primera semana de junio la epidemia se extendió de una manera pavorosa, y las listas dieron cifras altísimas; los capítulos de fiebres, tabardillo pintado y males de dientes empezaron a engrosar; pues todo el que podía ocultar su mal lo hacía, para evitar que sus vecinos le rehuyesen, y se negaran a tener ni el menor trato con él, y también para evitar que los magistrados clausuraran la casa, lo cual, aunque aún no se hacía, se amenazaba con hacer, y la gente estaba aterrada sólo de pensarlo.

En la segunda semana de junio, en la parroquia de St. Giles, que seguía siendo el foco de infección, se enterraron ciento veinte personas, de las cuales, aunque las listas dijeron que sólo sesenta y ocho habían muerto de la peste, todo el mundo dijo que habían sido por lo menos cien, calculando por el número de defunciones que ordinariamente había en aquella parroquia, como ya he dicho más arriba.

Hasta esta semana, el recinto amurallado de la ciudad aún no había tenido ninguna víctima, exceptuando el francés que ya he mencionado antes, en todas las noventa y siete parroquias. Ahora murieron cuatro dentro del recinto de la ciudad, uno en Wood St., otro en Fenchurch St. y dos en Crooked Lane. Southwark seguía completamente indemne, y en aquella orilla del río no había habido ni un solo muerto apestado.

Yo vivía pasado Aldgate, aproximadamente a medio camino entre Aldgate Church y Whitechapel Bars, en la acera izquierda o lado norte de la calle; y como la epidemia no había alcanzado aquella parte de la ciudad, mis vecinos vivían muy confiados. Pero en el otro extremo de la ciudad la consternación no podía ser mayor; y los más ricos, sobre todo los nobles y los burgueses acomodados de la parte oeste, se agolpaban en los caminos para huir de Londres junto con sus familias y sus criados, de un modo nunca visto; y esto se veía sobre todo en Whitechapel, es decir, en Broad St., donde yo vivía; la verdad es que no se veían más que carros y carretas llenos de muebles, mujeres, criados, niños, etc.; carrozas en las que viajaban personas de calidad, escoltadas por jinetes, todos apresurándose a huir; luego se veían carretas y carros vacíos, y caballos sin jinete que llevaban criados, que, al parecer, volvían o eran enviados desde fuera de la ciudad, para recoger más gente; además, innumerables hombres a caballo, unos solos, otros con criados, y, en general, todos cargados con su equipaje, y como dispuestos a emprender un largo viaje, según podía advertirse por su aspecto. Era un triste y penoso espectáculo. Y como no había modo de dejar de presenciarlo de la mañana a la noche, pues la verdad es que entonces no había otra cosa que ver, me llenaba la cabeza de sombríos pensamientos acerca de la desgracia que se iba a abatir sobre la ciudad, y la infortunada situación en que nos veríamos los que nos quedáramos en ella.

La prisa de la gente era tal que durante varias semanas costó mucho llegar a la puerta del lord alcalde; tal era el gentío que se aglomeraba allí para obtener salvoconductos y certificados de salud para los que salían de Londres, pues sin tales documentos nadie podía salir de la ciudad ni era admitido en ninguna posada. Ahora bien, como hasta entonces dentro del recinto de la ciudad aún no había muerto ningún apestado, el lord alcalde daba certificados de salud, sin poner ningún inconveniente, a todos los que vivían en alguna de las noventa y siete parroquias, y también, durante algún tiempo, a los que vivían en las liberties.

Decía que estas prisas duraron varias semanas, es decir, todo el mes de mayo y todo el de junio, y sobre todo porque se rumoreaba que el Gobierno iba a ordenar que se interceptasen los caminos con vallas y torniquetes para impedir que la gente viajara, y que las ciudades de los caminos no iban a albergar a ningún londinense por temor al contagio, a pesar de que el único fundamento que tenían estos rumores residía en la imaginación de la gente, sobre todo al principio.

Yo, por mi parte, empecé a pensar seriamente en lo que iba a hacer y en la decisión que debía tomar; es decir, si decidiría quedarme en Londres o cerrar mi casa e irme, como hacían muchos de mis vecinos. Si hablo con tanto detalle de este punto es porque pienso que quizá pueda tener interés para quien me lea, si es que alguna vez llega a verse en una desgracia semejante y tiene que decidirse igual que yo; y por lo tanto quisiera que estas palabras mías se interpretaran más como guía o consejo que como historia de mis actos, ya que ya supongo que lo que a mí me pasó a nadie le importa un comino.

Tenía ante mí dos cuestiones importantes que considerar: una era seguir con mi negocio y con mi tienda, que tenían un valor muy considerable, y que significaban toda la fortuna que yo tenía en este mundo; y la otra era salvar mi vida en aquella pavorosa calamidad que al parecer iba a abatirse sobre la ciudad entera, y que, por grande que fuera, tal vez mis temores, al igual que los de los demás, hacían parecer aún mayor de lo que podía ser.

Lo primero era de gran importancia para mí; yo tenía una talabartería, y como lo principal de mi negocio no dependía de la tienda ni de la ocasión de vender, sino de los comerciantes que trataban con las colonias inglesas de América, era en manos de éstos donde yo tenía la mayor parte de mi fortuna. Yo era soltero, aunque claro está que tenía a mi servicio a toda una familia que dependía por lo tanto de mi negocio; tenía una casa, una tienda, y unos almacenes llenos de mercancías; y, en resumen, dejar todo esto, tal como deben dejarse las cosas en tales situaciones, es decir, sin nadie que lo vigilara ni ninguna persona que se hiciera cargo de ello, equivalía a correr el riesgo de perder no sólo mi negocio sino también mis mercancías, y por lo tanto todo lo que tenía en este mundo.

Por aquel entonces vivía también en Londres un hermano mío, mayor que yo, que pocos años antes había vuelto de Portugal, y cuando le pedí consejo su respuesta fue, en otras palabras, la misma que se dio en otro caso totalmente distinto: «Maestro, sálvate»*. En una palabra, que me aconsejó que me retirara al campo, como él mismo había decidido hacer junto con su familia; recordándome lo que, según parece, había oído decir en el extranjero: que la mejor defensa contra la peste era huir de ella. En cuanto a mi objeción de perder mi negocio, mis mercancías o el dinero que me debían, no tardó en refutarla. Volvió contra mí el mismo argumento con el que yo pretextaba la necesidad de quedarme, es decir, que el que yo pensara en confiar en las manos de Dios mi vida y mi salud, era el argumento más decisivo contra mis temores de perder mi negocio y mis mercancías.

–Porque –dice él– ¿no es más razonable que os encomendéis a Dios para no perder vuestro negocio, que que os quedéis en la ciudad exponiéndoos a tan grave peligro, y os encomendéis a Él para que proteja vuestra vida?

Tampoco podía decir que no sabía adónde ir, pues tenía varios amigos y parientes en el condado de Northampton, de donde procedía nuestra familia; y sobre todo contaba con nuestra única hermana, que vivía en el condado de Lincoln, y que me recibiría con los brazos abiertos y me trataría con el mayor afecto.

Mi hermano, que ya había enviado a su esposa y a sus dos hijos al condado de Bedford, y que había decidido ir a reunirse con ellos, puso mucho empeño en que yo también partiese; y yo llegué a decidirme a satisfacer su deseo, pero entonces lo que pasó fue que no pude conseguir ningún caballo; pues, aunque claro está que no todo el mundo se iba de Londres, me atrevería a decir que, en cierto modo, todos los caballos sí; pues durante una serie de semanas fue extraordinariamente difícil comprar o alquilar un caballo en toda la ciudad. Entonces decidí irme a pie, en compañía de un criado, como muchos hacían, y no dormir en las posadas, sino llevarnos una tienda de campaña, y así dormir en el campo, pues el tiempo era muy caluroso y no había ningún peligro de coger un enfriamiento. Decía que eran muchos los que hacían esto, y cada vez eran más, sobre todo los que habían servido en el ejército durante la guerra que había terminado hacía pocos años; y debo decir, refiriéndome ya a causas segundas, que, si la mayoría de los viajeros lo hubiesen hecho así, la peste no se hubiera extendido a tantas ciudades y casas de provincias, causando grandes daños, y la verdad es que también la muerte, a multitud de personas.

Pero entonces el criado que yo tenía intenciones de que me acompañara me abandonó; y asustándose de los progresos del mal, y no sabiendo cuándo me iría, tomó otra decisión y me dejó, de modo que por el momento tuve que renunciar a mi proyecto; y siempre que resolvía irme, ocurría algo que me obligaba a desistir y a volver a aplazar la partida; y esto me da pie a contar una historia que, de otro modo, quizá pudiera considerarse como una digresión vana; me refiero a que todos estos contratiempos eran un aviso del cielo.

Cito también esta historia porque ilustra el mejor método que yo puedo recomendar a cualquiera para que lo adopte en un caso semejante, sobre todo si es alguien consciente de su deber, y que le sea una orientación para sus actos; me refiero a analizar detenidamente todas las intervenciones particulares de la Providencia en aquel caso, y examinarlas en el conjunto de las relaciones que las unen entre sí, y que las unen a la cuestión que se plantea, y entonces creo que se puede tener la seguridad de no equivocarse al tomarlas por intimaciones del cielo, acerca de cuál es su incuestionable deber en aquel caso; quiero decir, partir o quedarse en el lugar donde se habita, cuando en éste se da un mal contagioso.

Una mañana en que estaba reflexionando muy seriamente acerca de esto, me vino al pensamiento una idea que se grabó en él: que no nos ocurre nada sin la voluntad y el permiso del Todopoderoso, de modo que aquellos contratiempos debían de tener algo de sobrenatural; y debía preguntarme si aquello no quería decir con toda evidencia, o que se me intimaba, que aceptase la voluntad del cielo, que era que yo no me fuese. Inmediatamente se me ocurrió que, si lo que Dios quería era que me quedase, no le faltarían medios para proteger mi vida entre las amenazas de muerte y los peligros que iban a rodearme; y que, si yo intentaba salvarme huyendo de la ciudad, y desoía estas indicaciones, que creía procedían de Dios, era como si huyese de Dios, y que Él podía hacer que Su justicia me alcanzase donde y cuando lo creyese oportuno.

Estos pensamientos me hicieron volver atrás en mi decisión y cuando volví a hablar con mi hermano le dije que prefería quedarme y aceptar la suerte que me correspondiera en aquella situación en la que Dios había querido ponerme, y que me parecía que obrando así cumplía mejor con mi deber, teniendo en cuenta todo lo que ya he dicho.

Mi hermano, a pesar de ser un hombre muy religioso, se rio de todo lo que yo decía que podía tratarse de avisos del cielo, y me contó varias historias de gente tan temeraria, así la llamaba, como yo; que claro está que yo hubiera debido aceptar como un aviso del cielo si un mal o enfermedad hubiesen hecho de todo punto imposible mi partida, y que, entonces, de no poder irme, hubiera debido resignarme a lo dispuesto por Él, que era mi Creador, y por lo tanto tenía un indiscutible derecho de soberanía en disponer de mí, y que en este caso no hubiera habido la menor duda en decidir lo que era un verdadero aviso de la Providencia, y lo que no lo era; pero que yo creyese que había tenido un aviso del cielo para que no saliese de la ciudad, sólo porque no había podido alquilar un caballo para irme o porque el criado que tenía que acompañarme me dejaba, era ridículo, pues yo seguía teniendo salud y buenas piernas y otros criados, y podía hacer perfectamente a pie una o dos jornadas, y obtener un certificado de encontrarme en inmejorable salud, y por el camino, o bien podía alquilar un caballo, o bien tomar la posta, según me pareciese mejor.

Luego me habló de las funestas consecuencias que tienen las ideas de los turcos y mahometanos en Asia y en otros lugares donde él había estado (pues mi hermano, como era comerciante, como antes ya he dicho, hacía pocos años que había regresado del extranjero, y el último lugar en donde estuvo fue Lisboa), y cómo, fundándose en su creencia en la predestinación y en que el fin de todo hombre está predeterminado e irremisiblemente decretado de antemano, acudían con la mayor indiferencia a lugares contaminados y tenían trato con personas contaminadas, debido a lo cual morían en una proporción de diez a quince mil por semana, mientras que los comerciantes europeos o cristianos, que se mantenían apartados y aislados, generalmente escapaban al contagio.

Con estos argumentos mi hermano, consiguió hacerme volver a cambiar de idea, y me decidí a partir y empecé a hacer todos los preparativos; pues la verdad era que la epidemia se extendía cada vez más, y las listas semanales de mortalidad daban cifras que rozaban ya los setecientos, y mi hermano me dijo que él no se arriesgaría a quedarse allí por más tiempo. Yo le rogué que me dejara pensarlo un día más, y que entonces me decidiría; y como por lo que se refiere a mi negocio yo lo tenía casi todo preparado del mejor modo posible, y ya sabía a quién confiar mis asuntos, poco me quedaba que hacer, aparte de decidirme.

Aquella noche volví a casa muy preocupado, irresoluto y sin saber qué hacer. Pensaba dedicar toda aquella noche a reflexionar seriamente acerca de aquello, y sabía que nadie me visitaría; pues la gente, como si todos se hubieran puesto de acuerdo, había adoptado la costumbre de no salir de casa después de la puesta del sol; las razones de esto ya tendré ocasión de contarlas más adelante.

En la soledad de aquella noche intenté decidir, antes que nada, cuál era mi deber, y de una parte pensé en los argumentos con los que mi hermano me instaba a que abandonase Londres, y les opuse de otra la fuerte tendencia que sentía en mi interior; el hecho de las particulares circunstancias de mi vida y la atención que debía prestar a la seguridad de mi negocio, que bien podía decir que era toda mi fortuna; también los avisos que creía haber recibido del cielo, que para mí eran como una mano que me indicase el camino a seguir; y pensé que sí me habían dado lo que bien podía llamar como una orden de quedarme, debía suponer que contenía la promesa de que si obedecía salvaría mi vida.

No podía desechar esta idea, y mi espíritu parecía más inclinado que nunca a quedarse, fundándose en una secreta seguridad de que ningún daño me ocurriría. Añádase a esto el que, hojeando la Biblia, que tenía delante, cuando reflexionaba con extrema gravedad acerca de esta cuestión, exclamé:

–¡En fin! ¡No sé qué hacer! ¡Señor, mostradme el camino!

Y otras expresiones semejantes; y en estas momentos, hojeando el libro, mis ojos se detuvieron en el salmo 91, y mi mirada quedó fija en el segundo versículo, y seguí leyendo hasta el séptimo versículo, y luego seguí hasta el décimo:

Di a Dios: «Tú eres mi refugio y mi roca,
mi Dios, en quien confío».
Y Él te librará de la red del cazador,
de la peste exterminadora;
te cubrirá con sus plumas,
hallarás seguro bajo sus alas,
y su fidelidad te será escudo y adarga.
No tendrás que temer los espantos nocturnos,
ni las saetas que vuelan de día.
Ni la pestilencia que vaga en las tinieblas,
ni la mortalidad que devasta en pleno día.
Caerán a tu lado mil
y a tu derecha diez mil:
a ti no llegará.
Con tus mismos ojos mirarás
y verás el castigo de los impíos.
Teniendo a Yavé por refugio tuyo,
al Altísimo por fortaleza tuya,
no te llegará la plaga
ni se acercará el mal a tu tienda...

No creo necesario decir al lector que en aquel momento decidí quedarme en la ciudad y confiar totalmente en la bondad y en la protección del Todopoderoso y no buscar ningún otro refugio; como mi vida estaba en Sus manos, tanto podía protegerme en tiempos de epidemia como de normalidad; y si Él no juzgaba oportuno protegerme, seguía estando en Sus manos y haría conmigo lo que Él juzgase mejor.

Una vez tomada esta resolución me acosté; y al día siguiente me reafirmé más en ella al enterarme de que la mujer a quien pensaba confiar mi casa y todos mis negocios había caído enferma. Pero también me vi forzado a perseverar en mi decisión por otro motivo, pues al otro día yo mismo me sentí muy indispuesto, de modo que aunque hubiera querido irme no hubiera podido; y seguí enfermo durante tres o cuatro días, y esto acabó de decidir el que me quedara; de modo que me despedí de mi hermano, que se fue a Dorking, en el Surrey, y que luego aún debía ir más lejos, al condado de Buckingham o al de Bedford, a un refugio que allí había encontrado para su familia.

Era muy mal momento para estar enfermo, pues si alguien se quejaba lo primero que se decía de él es que tenía la peste; y aunque la verdad es que yo no tenía ningún síntoma de este mal, como me dolían mucho la cabeza y el estómago, no dejaba de tener ciertos temores de haberme contagiado de veras; pero al cabo de unos tres días empecé a mejorar; a la tercera noche descansé bien, sudé un poco y me sentí más aliviado. Mis temores de haberme contagiado desaparecieron junto con mi mal, y volví a ocuparme de mis asuntos como de costumbre.

Sin embargo, lo ocurrido me hizo desechar toda idea de abandonar la ciudad, y, como mi hermano ya se había ido, no podía volver a discutir con él, ni conmigo mismo, acerca de aquella cuestión.

Estábamos a mediados de julio, y la peste, que hasta entonces donde había causado más estragos había sido en el otro extremo de la ciudad, y, como ya he dicho antes, en las parroquias de St. Giles, St. Andrew, Holborn, y por la parte de Westminster, empezaba a extenderse hacia el este, o sea, hacia la parte en que vivía yo. La verdad es que era evidente que no avanzaba regularmente hacia nosotros; pues la ciudad, quiero decir el recinto que quedaba dentro de las murallas, gozaba todavía de un estado sanitario normal; tampoco había hecho grandes progresos en el otro lado del río, hacia Southwark; pues aunque aquella semana murieron mil doscientas sesenta y ocho personas de todas las enfermedades, suponiéndose que más de novecientas habían muerto de la peste, sólo veintiocho de éstas lo habían hecho dentro del recinto amurallado, y nada más que diecinueve en Southwark, incluyendo la parroquia de Lambeth. Mientras que sólo en las parroquias de St. Giles y St. Martin-in-the-Fields habían muerto cuatrocientas veintiuna.

Veíamos, pues, que la epidemia se centraba principalmente en las parroquias de extramuros, que, por estar más pobladas, y también por estar habitadas sobre todo por gente más pobre, eran mejor presa para el mal que las de la ciudad propiamente dicha, como ya explicaré más adelante. Decía que nos dábamos cuenta de que la epidemia se extendía en nuestra dirección, es decir, hacia las parroquias de Clerkenwell, Cripplegate Shoreditch y Bishopsgate; y como estas dos últimas lindaban con las de Aldgate, Whitechapel, y Stepney, finalmente la epidemia se extendió también por estos barrios con la mayor violencia, mientras que en las parroquias de la parte oeste, en donde se había iniciado, decrecía en intensidad.

Resultaba muy extraño ver que en esta misma semana, la del 4 al 11 de julio, en la que, como ya he dicho, sólo entre las dos parroquias de St. Martin y St. Giles-in-the-Fields, murieron
cerca de cuatrocientos apestados, en la parroquia de Aldgate sólo murieron cuatro, en la parroquia de Whitechapel, tres, y en la de Stepney, tan sólo uno.

Y, en la semana siguiente, la del 12 al 18 de julio, cuando la lista semanal fue de mil setecientos sesenta y uno, en toda la orilla de Southwark, no murieron de peste más que dieciséis personas.

Pero este estado de cosas no tardó en cambiar, y engrosaron las listas, sobre todo en la parroquia de Cripplegate, y en la de Clerkenwell; de modo que, en la segunda semana de agosto, sólo en la parroquia de Cripplegate se enterró a ochocientas ochenta y seis personas, y en la de Clerkenwell, a ciento cincuenta y cinco; en la primera, ochocientas cincuenta podían considerarse muertes debidas a la peste; y en la segunda, la propia lista declaraba que ciento cuarenta y cinco habían muerto apestados.

Durante el mes de julio, y, mientras, como ya he dicho, nuestra parte de la ciudad parecía sufrir poco en comparación con la parte oeste, yo solía ir por la calle según lo exigían mis negocios, y de ordinario iba una vez al día, o a veces una vez cada dos días, al recinto amurallado, a casa de mi hermano, quien la había confiado a mis cuidados, para ver si todo seguía en orden; y como llevaba la llave en el bolsillo solía entrar en la casa y recorrer la mayoría de las habitaciones, para cerciorarme de que no había novedad; pues, aunque resulte casi increíble que haya corazones tan endurecidos como para robar y desvalijar en medio de una calamidad como aquélla, lo cierto es que toda clase de fechorías, e incluso de liviandades y libertinajes, se cometían en la ciudad, y tan abiertamente como siempre, aunque yo no creo que con tanta frecuencia como antes porque la población había disminuido por muchos motivos.

Pero también la ciudad empezó a ser afectada por la peste–me refiero al recinto amurallado–, aunque allí la población había disminuido extraordinariamente, debido al gran número de personas que habían abandonado Londres; e incluso durante todo este mes de julio seguían huyendo, aunque no en tanta proporción como antes. La verdad es que en agosto la desbandada fue tan general que empecé a pensar que en la ciudad no quedarían más que los magistrados y los criados.

La gente huía de Londres, pero debo hacer notar que también la Corte había abandonado la ciudad en un principio, es decir, en el mes de junio, y se había trasladado a Oxford, en donde Dios quiso protegerla; y el mal, según he oído decir, no afectó a ningún miembro de la Corte, a pesar de lo cual no podía decir que dieran grandes muestras de agradecimiento al cielo, ni apenas que corrigieran sus costumbres, aunque, puede muy bien decirse, sin faltar a la caridad, que lo escandaloso de sus vicios había contribuido en no poca medida a atraer sobre toda la nación tan terrible azote.

La verdad es que el aspecto de Londres había cambiado de un modo singular, y al decir esto me refiero a todo el conjunto de los grandes edificios, al recinto de la ciudad, a las liberties, a los suburbios, a Westminster, a Southwark, a todo en general; pues lo que propiamente se llamaba ciudad, o sea, el recinto amurallado, apenas había sufrido los estragos de la epidemia. Pero, como decía, en conjunto el aspecto de las cosas había cambiado mucho, el pesar y la tristeza se pintaban en todos los rostros; y, aunque algunos barrios casi no habían sido afectados por la peste, todo el mundo parecía profundamente inquieto; y, como veíamos que la epidemia progresaba día a día, todos se consideraban a sí mismos y a sus familias en el mayor peligro. Si fuera posible ofrecer una descripción fiel de aquellos tiempos a quienes no los han vivido, y dar al lector una idea exacta del horror que imperaba en todas partes, no dejaría de producir una justificada impresión en sus espíritus y llenarles de pasmo. Bien podría decirse que todo Londres lloraba; cierto que por las calles no se veía ropa de luto, pues nadie, ni aun por sus parientes más próximos, se vestía de negro ni llevaba encima ninguna prenda de las consideradas de luto; pero la voz del dolor se oía por doquier. Los gritos de mujeres y niños en las ventanas y puertas de las casas en donde tal vez sus parientes más próximos estaban agonizando, o acababan de morir, se oían con tanta frecuencia al pasar por las calles que oírlos bastaba para destrozar el más duro de los corazones. En casi todas las casas se veían lágrimas y se oían lamentos, sobre todo en los primeros tiempos de la epidemia, pues hacia el final los corazones de los hombres estaban tan endurecidos y era tal la costumbre de tener la muerte siempre ante los ojos, que ni siquiera se preocupaban por la pérdida de sus amigos, esperando que a ellos mismos les llegase su hora de un momento a otro.