Novela

La cruz y el lirio dorado

21 febrero, 1999 01:00

Fernando Fernán-Gómez no actúa como un historiador.Tampoco toma partido, ni se plantea si los Pazzi tenían razón en su pugna con los Medici o si eran sólo unos ambiciosos depravados

D urante estos últimos lustros, Fernando Fernán-Gómez viene dedicando una atención especial al cultivo de la literatura narrativa y tanteando en cada caso historias y modalidades técnicas diferentes. A pesar de todo, no es difícil descubrir entre obras en apariencia dispares ciertos lazos de parentesco. La cruz y el lirio dorado es el relato de unos hechos acaecidos durante el último tercio del siglo XV en la rica Florencia de los Medici: la conspiración de los Pazzi contra Lorenzo el Magnífico y su poderosa familia. El suceso fue objeto de una crónica de Poliziano, aprovechada algunos decenios más tarde por Maquiavelo en sus Historias florentinas y convertida por Alfieri en una de sus grandes tragedias, ya en los últimos años del siglo XVIII. Fernán-Gómez detalla estas fuentes literarias en un capítulo inicial para advertir que la narración se centrará en "uno de los hombres que blandieron las armas homicidas" y del que no hablan los autores citados. El dominico Stefano Maffei será, en efecto, el protagonista de una ficción proyectada sobre el telón de fondo de unos hechos reales, lo que ya sugiere que lo importante es el personaje creado por el escritor e incrustado en la historia de la conjuración. Ya en otra novela anterior, La Puerta del Sol, desarrollada a lo largo de la primera mitad de este siglo, sintió Fernán-Gómez la necesidad de anteponer un prólogo que delimitase el período histórico de las acciones. Y no es ésta la única afinidad. En aquella obra, la joven Mariana Bravo se enamoraba de un traspunte de teatro y pronto se sentía fascinada por las actividades escénicas; en La cruz y el lirio dorado, la adolescente Claudia experimenta una atracción irresistible por el teatro desde que asiste a la representación de una comedia humanística, pese a no entender el latín, y acaba por encontrar su camino liberador uniéndose a un grupo de cómicos que representan farsas populares. Hay un sustrato de correspondencias y nexos en la obra del autor, por diferente que sea el ropaje de sus creaciones.
El problema de Stefano Maffei, que ingresa muy pronto como novicio en una congregación religiosa, es el dilema entre sus impulsos auténticos -que lo empujan hacia Claudia- y la obediencia al padre. La indecisión y el temor a la ruptura familiar y al escándalo frenan sus apetencias, y, después de algunos titubeos, resuelve profesar. Al actuar así, al ser insincero consigo mismo, parece desencadenar un futuro lleno de desgracias: perderá el amor de Claudia -y, con ello, la felicidad y la ilusión juvenil- y, andando el tiempo, una circunstancia fortuita lo convertirá en ejecutor de un crimen frustrado que acabará con su carrera y su vida, de modo que no logrará alcanzar ni el bienestar amoroso ni el esperado relieve social. Fernán-Gómez no actúa como un historiador. Al contrario de los autores que trataron el asunto de la conspiración, no toma partido, ni se plantea si los Pazzi tenían razón en su pugna con los Medici o si eran tan sólo unos ambiciosos depravados. Tampoco insiste en la implicación de una Iglesia con demasiados intereses temporales. Lo decisivo es aquí la trayectoria personal de Stefano Maffei, su renuncia al amor de Claudia -y su vano intento de mantenerlo como amor platónico-, así como su comportamiento inauténtico, inversamente proporcional a su ascenso en la jerarquía eclesiástica.
éste es el personaje más significativo e interesante de una novela construida con saltos atrás -lo que permite confrontar la época de la inocencia con la edad adulta, mucho más sórdida- y tal vez demasiado esquemáticamente trazada. Hay diálogos ágiles que hacen pensar en la escena (leáse el capítulo VII, por ejemplo, o el XV, sobre el que planea la sombra del Valle-Inclán de las Comedias bárbaras y lo mismo sucede con ciertos pasajes desarrollados mediante el presente narrativo, con descripciones a base de menciones yuxtapuestas de objetos que recuerdan las formas del guión cinematográfico y de las acotaciones teatrales. El ritmo vertiginoso de las acciones, sobre todo en la última parte de la obra, y la sucesión de detalles sugiere también la secuencia de planos de una escena fílmica. El desarrollo novelístico hubiera exigido un pormenor psicológico más acentuado en algunos pasajes -así, la súbita renuncia de Montesecco necesitaría, para ser coherente, ciertos antecedentes del personaje que no poseemos, y la aceptación de Maffei tampoco es muy verosímil con los datos psicológicos que de él tiene el lector- que tal vez con la ayuda de los signos de la representación escénica o de la plasmación cinematográfica habrían sido innecesarios. Sí son novelescas algunas reelaboraciones literarias. Cuando Stefano monologa pidiendo a Dios ayuda, promete renunciar "a la belleza, a la carne que me tienta con sus dulces, fragantes racimos" (pág. 125), lo que reproduce casi a la letra un verso de Rubén Darío en "Lo fatal". Y no falta alguna distracción: Montesecco se brinda a contar alguna de sus hazañas (pág. 30), pero no lo hace, aunque en otro momento se dirá lo contrario (pág. 112-113).