El Titanic
Joseph Conrad
4 mayo, 2012 02:00El volumen se abre con un prólogo de Fernando Baeta en el que queda demostrado que para explicar con precisión y solvencia hasta los intríngulis más ambiguos referentes al hundimiento y los detalles más curiosos y hasta proféticos bastan con 30 páginas, cosa que debería resultar aleccionador al menos para aquellos historiadores que pretenden hacer volúmenes directamente proporcionales al tamaño del objeto de su estudio. Tras la suculenta apertura del prologuista, la furia marinera conradiana.
Son dos, básicamente, las cosas que enervan a Conrad, y lo que resulta interesante es que una está fundamentalmente enraizada en su condición de marinero y otra en su condición de escritor. A Conrad le enfurece como marinero la simple idea de "un hotel de lujo flotante", y más aún uno que sea "descomunal". Ciertamente si se hubiese hecho para el traslado de inmigrantes no se habría hecho de semejantes proporciones. Conrad abomina de la codicia (por lo que tiene de irrespetuoso con el mar) que hizo que se construyera el Titanic y de la arrogancia que le llevó a la White Star a declararlo "insumergible". "Si hubiese sido un par de cientos de pies más pequeño probablemente habría salido indemne, claro que entonces no habría podido tener una piscina y un café francés". Lo descomunal del tamaño, sólo un escritor y un ingeniero podrían darse cuenta, es curiosamente un elemento de fragilidad.
Como escritor, y como individuo moral (porque la réplica de Conrad es furibundamente moralista) abomina del romanticismo con el que se trata en la prensa todo el asunto del Titanic desde el primer minuto. Conrad parece entregarse infructuosamente a una misión imposible: la de impedir que se haga del Titanic motivo de mito. "Ahogarse contra toda voluntad en un gran tanque inerme y agujereado para el que compramos un pasaje no es más heroico que morir a causa de un cólico por el salmón en mal estado de la lata que le compramos a nuestro tendero". Trata de cancelar, haciendo literatura de la mejor, la heroicidad de los elementos ya clásicos del Titanic, la tripulación que se hunde con su barco, la orquesta que sigue tocando durante el hundimiento... Y resulta interesante comprobar cómo en cierto lugar del corazón de Conrad se escondía la sospecha de que era muy peligroso contemplar aquella situación límite como una épica humana. Le interesa, más bien, sacar algo en claro, y concluye una idea que aún hoy es de una validez extraordinaria: la de que hay un punto en el que el desarrollo deja de ser un verdadero progreso.