Nosotros, los hijos de Eichmann
Gönter Anders
13 febrero, 2002 01:00Nacido en Breslau en 1902, en el seno de una familia judeoalemana asimilada, Gönther Stern (apellido judío que cambió por "Anders", que en alemán significa "otro") cursó estudios de filosofía bajo la dirección de Cassirer, Husserl y Heidegger, pero aunque demostró un talento precoz su condición de judío y su espíritu poco académico le vedaron la entrada en la universidad. Entre 1929 y 1936 estuvo casado con Hannah Arendt, relación que se mantuvo durante sus tres años de exilio en París y se rompió poco antes de partir a los Estados Unidos.
Nosotros, los hijos de Eichman. Carta abierta a Klaus Eichmann (1988) tiene como antecedente un intercambio epistolar que Anders mantuvo con Claude Eatherley, uno de los pilotos americanos que bombardeó Hiroshima. Por esas fechas, un comando judío raptaba a Eichmann, responsable de la planificación burocrática de la Solución final, que durante la posguerra se había ocultado en Argentina, con su mujer y su hijo Klaus, ignorante del pasado criminal del padre. Mientras tanto Alemania se ufanaba del "milagro" de su reconstrucción y desarrollo económicos, que como diagnosticaron A. y M. Mitscherlich en 1968, presuponía una siniestra "incapacidad de sentir duelo".
En la posguerra alemana, la elaboración del duelo había dejado de ser una cuestión doméstica para transformarse en una responsabilidad pública, tendencia que ya estaba presente en El problema de la culpa (1946) de Karl Jaspers. Sin duda, las dos cartas dirigidas por Anders al hijo de Eichmann, la primera en 1963 (el mismo año en que se publica el libro de Arendt, Eichmann en Jerusalén, cuya tesis sobre la banalidad del mal comparte) y la segunda en 1988 (donde Anders rechaza la igualación de nazismo y estalinismo bajo la categoría de totalitarismo defendida por su ex mujer en 1951 en The origins of the totalitarianism) presuponen este contexto psico-social. No en vano, una cuestión fundamental en esta tentativa frustrada de comunicación epistolar que ponía el dedo en la llaga era la pérdida de la capacidad de llorar a un padre no merecedor de respeto. Como el propio Anders reconoce, la empresa era harto delicada y no resultaba fácil elegir el tono epistolar: ¿cómo entablar diálogo entre una víctima judía que ha sobrevivido al genocidio y el vástago de su verdugo ario? ¿Cómo dirigirse a un varón huérfano al que, según las convenciones sociales, corresponde representar el papel de nuevo cabeza de familia y pedirle que abomine de su padre, que renuncie al deber de piedad filial en aras de una solidaridad universal allende linajes, orígenes e identidades?
Sin embargo, a juicio de Anders, ya no abordamos una dificultad privada que sólo afecte al hijo inocente del nazi culpable de la muerte de millones de judíos. En una época que ha llegado a tal poder de destrucción planetaria y que ha sofisticado las técnicas de tortura y degradación de la especie humana todos compartimos la condición de ser potenciales "hijos de Eichmann", todos, en determinadas circunstancias, nos podemos ver confrontados al dilema de mantener nuestra fidelidad al poder patriarcal o bien asumir nuestra orfandad esencial, nuestra dignidad apátrida, nuestro desarraigo originario, sin patetismo, sin nostalgia, sin añorar nuevas adopciones protectoras que nos salven del bucle melancólico. Todos debemos elaborar el duelo como condición para acceder a ese estado de mayoría de edad en que consiste, como señaló Kant, la capacidad de ilustración. Tal es la lección que hoy día podemos extraer de la lectura de estas dos excepcionales cartas, cuyo destinatario no es ningún monstruo ajeno a nuestra naturaleza, sino en realidad el Eichmann más oculto e inconfesable que todos -ciertamente: unos más que otros- llevamos dentro.