La oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII
Félix Herrero Salgado
10 enero, 1999 01:00Esta obra constituye el más valioso esfuerzo teorizador y sistematizador de los realizados hasta la fecha en la materia. El libro de Herrero marca, pues, un hito capital histórico-crítico
E n su pionero "Sermonario clásico. Con un ensayo sobre la oratoria sagrada" (1942), se lamentaba D. Miguel Herrero García de que "la historia de nuestra elocuencia sagrada sea el mayor vacío que hay en nuestra literatura"; de que, a su respecto, "se puede decir que se ignora todo". En el día de hoy, contando ya con diversas monografías al respecto -véase la bibliografía crítica de F. Cerdán (1985)-, puede decirse con moderado optimismo que se ignora "casi todo". A remediar esta increíble laguna dedica Félix Herrero el libro que hoy reseñamos.El autor comenzó su trabajo en 1963, cuando catalogaba los casi cinco mil sermones sueltos de antiguos predicadores hispánicos de la biblioteca de don Miguel. Según declara él mismo, el contacto con aquel río de ignota literatura, disfrutado apresuradamente en un principio, examinado críticamente después, le fascinó. Treinta años de trabajo le han permitido fichar alrededor de dos millares de predicadores y cerca de seis mil sermones de la más diversa índole. Es suficiente, sin duda, para acometer la redacción de esta obra, que constituye el más valioso esfuerzo teorizador y sistematizador de los realizados hasta la fecha. El libro de Herrero marca, en este sentido, un hito capital histórico-crítico en la materia.
Proyectado en cuatro generosos volúmenes -los tres primeros dedicados a nuestro Siglo de Oro,y el último al XVIII-, los dos publicados hasta ahora nos informan ampliamente sobre el tema. El primero estudia, en efecto, el estado actual de las investigaciones al respecto, traza una síntesis de la predicación cristiana hasta el siglo XVI, analiza lo relativo al predicador y su público, la variedades de este género literario y su retórica, lengua y estilo -el examen de los tratados de predicación es prácticamente exhaustivo-. En cuanto al volumen segundo, centrado en la oratoria de dominicos y franciscanos, representa un esfuerzo de síntesis muy difícil de superar. Creo que Félix Herrero ha salido airoso de tan ardua tarea, teniendo en cuenta sobre todo que en estas páginas se analiza la labor de dos órdenes religiosas altamente especializadas: la Orden de Predicadores en la oratoria teológica, y la Orden Franciscana, portaestandarte de la predicación popular.
La literatura tiene mucho que ver con estos textos venerables. La enorme tensión dialéctica que, desde los orígenes del Cristianismo, se establece en torno al papel de la retórica en la difusión del mensaje evangélico permite agrupar el sermonario aquí estudiado en dos grandes bloques: el de los predicadores que aceptan la eficacia de una preceptiva convencional de la oratoria sacra -san Juan de la Cruz decía que "el buen estilo y retórica y buen término hace mucho al caso al predicador"-, y el de los que defienden el agustiniano "rudius loquere" -"¿qué importa que me condene el gramático, con tal que todos me entiendan?"-, apelando a una lengua genialmente transgresiva que encuentra en su ascética y encendida autenticidad su mejor timbre de belleza.
El libro de Félix Herrero contiene infinidad de datos históricos, doctrinales y literarios relativos a estas y otras cuestiones. En sus páginas vemos cuánto, cuán variamente y con qué espíritu y maestría se predicó en la España del Siglo de Oro. En su preocupación por este arte, sobre todo durante el Barroco, veía Emilio Orozco reflejada la tendencia a la representación dramática -el arte de síntesis- que redimió en belleza tantas bizarrías de aquel siglo desmesurado. En 1670 escribía el P. Francisco de Ameyugo en su "Retórica sagrada y evangélica" que "aquellos son verdaderos oradores eclesiásticos que tratan las cosas divinas sabia y elocuentemente, con suave salud y una saludable suavidad, porque tanto cuanto más se apetece en la palabra divina la dulzura y suavidad, tanto más aprovecha la doctrina a la salud". No es extraño que unos textos nacidos bajo estas convicciones abunden en hallazgos literarios. Y es que, como decía fray Diego de Estella a fines del XVI, el predicador ha de ser como el arquitecto, que después de buscar buenos materiales, no descansa hasta disponerlos con armonía y belleza.