'La máquina de hacer pájaros', de Natalia García Freire: corazones arrancados y servidos en bandeja
- La escritora ecuatoriana reflexiona en once cuentos acerca de qué implica hacer de la escritura no solo un acto de fe sino una forma de vida.
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¿Recuerdan el corazón de Picabia con la palabra LITTÉRATURE curvada como una bóveda sobre el órgano sagrado? De la llaga emana luz, hay fuego, sangre y espinas; sacrificio y dolor. Un símbolo vanguardista que ya no señala a dios como núcleo de la fe, sino al acto literario. Pues bien, imaginen que Natalia García Freire (Cuenca, Ecuador, 1991) coge ese corazón y lo replica y achica y lo mete en el pecho de pájaros y de niñas y observa lo que ocurre cuando las aves se esfuerzan en volar y sostenerse, cuando las nenas pelean por danzar enajenadas y que nadie las moleste, que es lo mismo que decir que una autora reflexiona a través de once cuentos acerca de qué implica hacer de la escritura no solo un acto de fe sino una forma de vida que bien puede desplomarse como un ave desde el cielo o un cuerpo agotado en una pista de baile.
En La máquina de hacer pájaros, la autora recupera los espacios íntimos y familiares que abordara en Nuestra piel muerta, sin abandonar la visión mítica del mundo que desarrolló en Trajiste contigo el viento; el centro es esta vez la propia literatura, el acto de escribir como gesto inaugural, o acaso terminal, que funda mundos capaces de albergar otras verdades más allá de la tristeza. Hay otro modo de decir esto: dedicarse a la palabra significa sobre todo atravesar una noche y que después amanezca. El juego interior-mujer y mundo-exterior-varón aparecen en sus cuentos para ser desmantelados con rabia y con desdén, con enorme ironía.
Aves, niñas y palabras vuelan como cuerpos convertidos en animales de luz y luego caen a tierra. Los cuerpos aquí son importantes. García Freire no solo vincula experiencia corporal y pulsión literaria, sino que las concibe como indesligables; son sórdidas y hermosas, sexuadas, sin salvación. Por eso en estos cuentos, los terrores corporales son las formas encarnadas de los miedos literarios: hay madres y hay abuelas que consideran perdidas a las niñas que se dan al amor o a las alondras, es decir a las palabras; mujeres que no existen porque no hay nadie mirando y entonces se emborrachan. Pero también hay aquí cuerpos que arden o que revientan porque escribir es un fuego o una explosión: un corazón diminuto que hace pum.
Digamos que la escritora ecuatoriana transmigra cuerpos y voces, que las mujeres que en sus cuentos engordan o se niegan a parir a hombres nuevos, que todas esas señoras que aman a los fantasmas, que todas las nenas turbias que enseñan el ombligo, que todas las que no temen ni a las babas de los hombres ni a los padres berrinchudos; que todas las aves bellas y aun las repulsivas, los giros de las alondras, los gritos de las urracas, que las madres que desean asfixiar a sus bebés, que las muertas con picores, las suicidas o las locas muertas de frío, las que fuman, las que beben, las que abusan de pastillas, son ficciones encarnadas de su pelea atroz con la escritura.
Si, como dice una de sus voces narradoras, "los que escriben no levitan, todo lo que se nombra pesa", La máquina de hacer pájaros es un modo de subirse hasta la rama más alta para después desplomarse: nombrar el peso y bailar a ritmo de Britney Spears, ironizar con crueldad como hacía Foster Wallace, y a la vez de defender las pasiones inútiles.
El lirismo de este libro es cáustico, corrosivo; sus sentencias, fogonazos de erotismo
En todo caso estos cuentos cumplen con su misión de arrancar corazones y servirlos en bandeja como alimento al lector. Su estilo depurado no renuncia al delirio, tampoco a la sobriedad; su lirismo es cáustico, corrosivo; sus sentencias, fogonazos de erotismo y también de sordidez. Sus imágenes aéreas son ligeras e inocentes hasta que hay una paloma que choca contra un cristal. Pum.