Jorge Freire carga contra el "capitalismo anímico" en su libro 'La banalidad del bien'
El filósofo describe un presente donde el imperativo de la autorrealización y la censura horizontal conviven con una precariedad generalizada.
13 enero, 2024 02:16En su más reciente obra, Jorge Freire (Madrid, 1985) carga contra la atmósfera en torno. A través de sus anteojos, percibimos una pátina de banalidad, de puerilidad y de falta de fondo sobre el elenco total de las cosas y los usos vigentes de la actualidad. Él llama a este paisaje o atmósfera “capitalismo anímico”. ¡Sea!
El diagnóstico de La banalidad del bien es duro: pero, ¿qué es la híper-politización, el híper-sentimentalismo, el híper-egotismo, la imagen absurdamente multiplicada, la censura horizontal, el imperativo de la autorrealización, combinados todos ellos con una precariedad material generalizada… más que un campo fértil para lo banal?
Leamos: “El presente libro, dividido en seis partes, estudia el bien especulativo, la abolición del conflicto y el higienismo moral, que son producto de la trivialización de la virtud, la conciencia y la vida pública, respectivamente. La banalidad del bien no implica que el bien sea banal, sino todo lo contrario: que lo banal nunca puede ser bueno” (p. 12).
Impresiona la variedad y solidez en los recursos literarios de Freire. Como Rubén Martín Giráldez, practica un neobarroco inspirador: La banalidad del bien no contiene párrafo plano, ni frase sin karate. Su estilo bebe de la fuente de la vieja prosa castellana, y, por esto, brilla y destaca en el yermo woke de presentismo literario. Este léxico es selvático-ecuatorial y, pasaje a pasaje, va componiendo un tapiz que deleitará a muchos amantes de la forma.
Yo he pescado muchos vocablos. ¿Ejemplos? “Embaular”, “desquijarar”, “andoba” y “escantillón”. Entre los neologismos, “mémesis” (que sustituye la mímesis o imitación moral por la subcultura del meme) o “tecnodicea” (que sustituye al Dios incapaz de mal por la máquina sin mácula).
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Algunas de sus frases siguen esta estructura: “Gravosa es para el político la exhibición constante” (p. 131); o “Dura es la exigencia para el cocinero” (p. 68), etc. Freire acude tanto a la alta cultura como a la otra. Las citas son muchas, finas y están bien colocadas; no pocas provienen de la novelística anglosajona contemporánea. Además, La banalidad del bien muestra tanto querencia por la etimología como por el refrán.
Freire repasa fenómenos y epifenómenos del mundo actual, pero de fondo, creo que son estos como cuentas sostenidas por una línea que queda siempre en segundo plano, línea que se explicita al inicio y en la conclusión. Se trata de una tesis de Platón, como advierte el propio autor, que reaparecería en los sistemas de Plotino y de San Agustín. Leamos: “Igual que la nube se hace pedrisco, se degrada el bien en un sinfín de bienes atómicos” (p. 148).
A través de los anteojos de Freire, percibimos una pátina de banalidad sobre el elenco total de las cosas
Los neoplatónicos dictaminan un descalabro constitutivo allá donde el fragmento (ente material o criatura) reniega del orden trascendente del que proviene, y se quiere fragmento. Sin su nativa conexión con el Bien, los bienes se degradan.
No es casual que Hannah Arendt, que acuñó la fórmula “la banalidad del mal” fuera experta en San Agustín. Este fue un defensor de una noción fuerte y satánica de mal (es decir, de preferir las cosas y el yo sobre el Bien); Arendt propone un mal blando y funcionarial (por cierto, remedando a Arendt, ¡Carl Schmitt se refirió al franquismo como la “banalidad del bien”!). Pues bien, yo querría saber más de la posición de Freire.
Como ocurre con Byung-Chul Han, aquí no sabemos qué ha resistido en pie tras el bulldozer dialéctico. Algún día, nos tendrá que explicar Freire cómo hacemos para volver a la persecución de las altas virtudes en nuestros tiempos de conexión animal y capitalismo anímico. Si Han sentencia en clave alemana, Freire se inscribe en la estela castiza y saltarina de Baltasar Gracián y de Ortega. ¡Habrá que seguirle la pista!