Pocas artistas de este siglo han cultivado con tanta delectación el arte del misterio como Lana del Rey. Pensaba en ello mientras leía el estupendo Diez maneras de amar a Lana del Rey. Una investigación pop, de Luis Boullosa —mientras escuchaba "Norman Rockwell", "Ultraviolence" y "Born to Die"—: un ensayo editado por Liburuak que gira en torno a la figura de Lana del Rey, pero que el autor utiliza también para analizar la construcción de los grandes mitos del pop y de la cultura del siglo pasado.
Ahí tenemos a Marilyn Monroe o a Francis Scott Fitzgerald: la primera, el icono sexual por antonomasia de Hollywood; el segundo, uno de los novelistas que mejor plasmó la decadencia de los felices años veinte y del sueño americano. El final de la Segunda Guerra Mundial consolidó el dominio político, militar y cultural estadounidense. Ante la ruina moral y cultural de Europa, personajes como el Roquentin de Sartre en La náusea o el Meursault de Camus en El extranjero mostraron una Europa inacabada y agotada.
Ya no sabíamos si sería posible escribir poesía después de los campos de concentración; pero sí que la lírica posterior a los campos de concentración versaría sobre nuestra decadencia como continente. Frente al pesimismo europeo, Estados Unidos, a través del pop y del rock, exportó una cultura que fuera de la mano con las aspiraciones de las nuevas clases medias.
Mientras los intelectuales europeos intentaban encajar la teoría contracultural con el marxismo, los estadounidenses hicieron de la Contracultura un programa político independiente. Esto se debe en parte al hecho de que la contracultura hippie compartía muchas de las ideas libertarias con la filosofía de libre mercado de la derecha estadounidense.
Mientras que los filósofos de la Ilustración habían clamado contra el servilismo del pueblo como motor de la tiranía, los radicales empezaron a juzgar la "conformidad" como un vicio mucho mayor. Este cambio de las reglas del juego marcaría un antes y un después en la cultura estadounidense. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, las grandes empresas estadounidenses se convirtieron en los grandes apoyos del arte moderno. Vendían espíritu creativo, innovación, creatividad e individualismo como lemas de una nueva América corporativa.
El pop y el rock se adaptaron a ello. Tenían un relato: el fin de las jerarquías musicales y culturales; el de la Contracultura, la rebeldía contra la generación que luchó en la Segunda Guerra Mundial; la música urbana, la aceptación de la alienación del hombre, y el resultado de más de cuarenta años de políticas neoconservadoras que cancelaron el futuro. Que enjaularon al individuo dentro de una torre de marfil construida en en torno a una cultura del entretenimiento a modo de evasión. La hedonia depresiva que nos conduce a la impotencia reflexiva de nuestro tiempo.
Desarraigada en espacio y tiempo
Lana del Rey siempre jugó con la imagen de chica inocente, cándida y que jugaba con el sueño americano al mismo tiempo que se reía de él. Quería ser la novia de América mientras se mofaba de lo que significaba ser americano. Entendió que lo que fascina del arte no es la obra, sino el artista. Por eso, la autoficción le sirve al músico para construir un nuevo yo, un avatar libre de ataduras y convencionalismos a través de un ego hipertrofiado que lo proteja de las penurias de la fama. Lana hace refulgir su yo creativo a través de una imagen atractiva para las aburridas clases medias.
Lana del Rey jugó con la imagen de chica inocente que jugaba con el sueño americano al tiempo que se reía de él
Recordemos el primer mandamiento de la sociedad de nuestro tiempo: todos somos lo que queremos ser. Tener una identidad es una obligación. Por eso devora arquetipos femeninos, los desfigura y los pasa por su filtro. Esos conceptos de lo kitsch y lo camp que maneja el autor se ven en Norman Fucking Rockwell: un disco que hace referencia a uno de los pintores e ilustradores más importantes de la historia reciente del país como Norman Rockwell.
Dentro de esa escena costumbrista, observamos a la neoyorquina huyendo de Los Ángeles en llamas, con la bandera de Estados Unidos ondeando en todo lo alto. Ella, que siempre tuvo más de Tom Buchanan que de Jay Gatsby, mira con cierto desdén el mundo de la fama y los cadáveres que deja. La chica triste de los primeros discos se convierte en una auténtica amazona que polemiza con Kanye West en torno a la figura de Donald Trump.
Lana habla ahora de la soledad y del individualismo de nuestro tiempo, de su decepción ante la deriva ultra de su país, que ni siquiera la presidencia de Joe Biden ha podido frenar.
Hay algo en Lana del Rey que es prácticamente generacional, y es la sensación de vacío, tristeza e indolencia. Es una millennial consumidora y consumida por una sociedad que quiebra la voluntad del individuo. Gran parte del malestar de la cultura de nuestro tiempo viene de que ya no hay un afuera que explorar, porque ha sido colonizado por las grandes corporaciones. La precariedad de los vínculos afectivos y la destrucción de lo público anuncian el fin de lo cotidiano.
La artista habla ahora de la soledad y del individualismo de nuestro tiempo, de su decepción ante la deriva ultra de su país
El mandato de consume y mantente estable ha calado en una generación que aspiraba a conquistar el mundo y se ha conformado con poder pagar una suscripción a Netflix. El miedo al futuro es consustancial en una generación atrapada en tres crisis en el plano de quince años. El siglo XXI nació agotado, como si fuera un apéndice del XX. La Gran Recesión hizo que la cultura millenial pusiera una mirada en el pasado ante el miedo al futuro, cultivando una adolescencia ingenua y entrando en la vida adulta con el mensaje bien asentado de que vivirán peores que sus padres.
La cultura actual quizás trata la huida y la pérdida de sentido. Pero es lo que queda cuando la ruina moral es consecuencia de la ruina material. El ejemplo aquí sería la Caverna de Platón: la historia no es la misma, pero es la misma angustia.
La música actual se ha hecho eco de ese problema y, desde Lana del Rey hasta Rosalía, pasando por el trap, los artistas son conscientes de que ya no hay revoluciones de ningún tipo. Las utopías revolucionarias y esa poética de la subversión ya no servirán de nada ante el pesimismo actual. Muerto el bohemio romántico, el juglar actual desecha lo malo del producto, hace un trabajo de reciclaje y lo convierte en algo presentable.
Es un cínico moderno que no busca oponerse a lo establecido, sino un pragmático que se adapta a la realidad. Se erige en un comediante especializado en mostrar la contradicción de un mundo que, muy en el fondo, desprecia. Mientras que el dandy moderno —escribe Susan Sontag— detestaba la vulgaridad y la banalidad; el conaisseur actual la abraza y la hace suya. ¿Qué es el arte contemporáneo sino una permanente lucha entre lo útil y lo inútil y centro y periferia?
Desde Lana del Rey hasta Rosalía, pasando por el trap, los artistas son conscientes de que ya no hay revoluciones de ningún tipo
La tecnología sólo le da rienda suelta a las contradicciones de la sociedad en que vivimos. Es la Exforma de la que habla Nicolas Borriaud. Pertenecemos a ese vertedero que es el mundo, por tanto somos nosotros los primeros que debemos adaptarnos si queremos habitar el futuro. Si en la actualidad, ocio y trabajo forman la misma cosa, la cultura, como ente vivo, no es más que una extensión de ese almacén de residuos que es el capitalismo global.
Ahora que se ha puesto de moda detestar la música anglosajona, hemos sustituido a los artistas comprometidos por los que perrean. No hay mucha diferencia entre los anglófilos que profetizaban la decadencia de Occidente con el perreo, y los que quieren que el reggaeton y la música urbana nos vacunen del clasismo actual. En esta defensa a ultranza del perreo como herramienta de liberación de los "desclasados", percibo que hay un capitán Cook en forma de periodista cultural dispuesto a descubrirle el fuego a a los aborígenes digitales. Es decir: a nosotros, los consumidores.
Pese a que muchos periodistas se empeñen en hacernos creer que la música urbana y latina son las nuevas vías de emancipación de los desheredados, aquí entran en juego las mismas élites musicales que se aprovecharon de el pop, el hip-hop, la bachata y la cumbia. El pop del presente siglo abandonó cualquier pretensión de establecer un canon dominante, sabiendo que este limitaba la creatividad de los artistas.
Tenía que ser el mercado quien pusiera orden en los gustos de la gente. Y ahí seguimos: sacando a relucir las cifras de ventas cada vez que alguien se atreve a sugerir que el capitán Cook de la industria cultural es tan plomizo con sus opiniones como el prescriptor cultural que decía que después de Kurt Cobain ya no habría nada interesante en el rock.